jueves, 24 de mayo de 2012

Capítulo VII



Capítulo en el que se cuenta el intento del Concha por aprovechar los resquicios abiertos por la lucha de género, la exasperación de la diferencia y las políticas gay friendly (segunda parte)

Estaba en casa esa misma noche, retocando mi ponencia, cuando sonó el teléfono. Era el Concha.
—Hola, Eduardo, soy yo.
—Qué hacés, Concha. ¿Y? ¿Cómo te fue?
—Más o menos...
—¿Qué pasó?
—Nada. No sé cómo no me di cuenta antes, soy más boludo...
—¿De qué no te diste cuenta?
—No —me explicó—, resulta que fui hasta el canal, después de cambiarme en el baño de Constitución. Había una cola tremenda, pero tremenda, de putos. Putos de todos los colores y variedades: trolitos comunes, afrancesados, travas, amanerados con voz aflautada, de todo. Una fauna, en fin, que no te podés imaginar.
“Nos hicieron pasar a una sala, nos dieron un número y nos iban llamando. Me puse a charlar con un par: beso –son besuqueros, los putos–, hola qué tal, de dónde sos, esas cosas. Uno había llevado un termo y un mate, y empezó a convidar. Yo... Yo tomé mate con ellos, Eduardo...
Dijo estas palabras con un tono raro.
—¿Y? ¿Qué pasó?
—¿No te das cuenta, Eduardo?
—¿De qué me tengo que dar cuenta?
—Pero ¿sos boludo? La peste rosa, Eduardo. ¡Los putos están llenos se SIDA! Y yo, como un imbécil, meta matear de una bombilla ensidada. Cuando me di cuenta, salí que apagaba para el baño. Entré a hacer gárgaras, buches, a escupir. Me temblaban las piernas. Como me pareció poco, me mandé los dedos en la garganta para ver si podía sacarme el bicho de adentro. Encontré, de ojete, una botella de lavandina. Me la pasé por las manos, la cara, por todos las partes donde había tenido contacto.
—Pero, Concha, el SIDA no se contagia así.
—¿No viste las propagandas? En todas hablan de un beso, un abrazo, un apretón de manos, un mate...
—Eso es lo que no contagia.
—Vos seguí confiado en que el SIDA te entra por el culo...
El Concha les tenía terror a los homosexuales, fobia. Era, etimológicamente, homofóbico.
—Empecé a imaginar que iba a terminar en un tren, mangueando monedas. “Señores pasajeros, no se asusten. Soy portador de HIV. El gobierno me da estas cajitas de AZT, lamivudina, zidovudina...”. Me paranoiqueé. Salí corriendo del canal y me mandé a una farmacia a comprar una botella de alcohol para terminar de desinfectarme. Me empecé a embadurnar la cara, las manos, a frotarme el líquido por todos lados. En dos minutos, estaba ardido. Se ve que entre la lavandina y el alcohol, me había dado una reacción alérgica. Encima, en la desesperación, me entró alcohol en los ojos.
“Ni pensé en volver. Pasé por una estación de servicio y me metí en el baño para cambiarme. Un camionero que estaba meando me mostró la chota. Y claro, me tomó por puto. “No le querés dar un besito a esta?”, me dijo agarrándose la verga. “No, loco, estoy disfrazado, vine a un casting”. “Dale, dale un besito, linda”, insistió. Le pegué un mochilazo y salí corriendo. Paré el primer colectivo que vi y me vine a casa así, vestido de trolo, con toda la remera rosa salpicada de lavandina y los ojos rojos. Estuve hasta recién en remojo...
“¿Vos creés que es suficiente?”
El resto de la charla lo ocupé en calmar al Concha. Le tuve que explicar la naturaleza de la enfermedad, las formas de contagio y otras cosas para aplacar su ansiedad. No estoy tan seguro de si efectivamente me creyó, pero lo noté algo apaciguado después de un rato.
—Mirá que soy boludo, Eduardo. Podría haber elegido otra cosa. No sé, hacerme pasar por miembro de algún pueblo originario. Viste que ellos también están de moda ahora. Es más fácil y menos riesgoso. Me consigo algunas plumas, agarro un palo de escoba y le cuelgo algún amuleto o sonajero y me hago pasar por araucano, mapuche, azteca, algo de eso.
“Es más, tengo un vecino que anda en el tema y me podría asesorar. El tipo tiene colgada una bandera de todos colores de la ventana, muy parecida a esas que usan los maricones en la marcha del orgullo. Yo me jugaba que el tipo se la comía y que la bandera era un llamador de putos, como una señal para que lo identificaran y le tocaran timbre para empomarlo, pero no. Resulta que esa bandera –si no me mintió, porque tal vez es puto y me mintió– es un símbolo de los pueblos originarios.
—Ah, sí, le dije. Los colores son los mismos, solo que la de los pueblos originarios está hecha con cuadritos y la otra con bandas.
—Sí, eso fue lo que me dijo. Me contó que en Bolivia son una banda. Parece que hasta el presidente es uno de alguna tribu, un cacique, o algo así.
No voy a hacer valoraciones sobre lo que me dijo, porque están de más.
—¿Y vos? —dijo, cambiando de tema—. ¿Cómo va el tema del artículo ese en el que andás?
—La ponencia. Bien, casi terminándola.
—¿Habrá muchos putos ahí, en el evento?
 —Por ahí alguno que otro, pero no muchos.
—Ah, avisame. Porque después de lo que me pasó hoy, no quiero correr riesgos...
—No, quedate tranquilo.
—¿Y minas? Hay muchas minas ahí  ¿no?
—Y sí, muchas mujeres estudian Letras.
—Joya. En una de esas, quién te dice, Eduardito, me clavo una intelectual...
—Quién te dice...
Cortamos después de un rato. En breve, íbamos a ir juntos a la Facultad de Filosofía y Letras a un Congreso Internacional sobre teoría literaria, literaturas comparadas y políticas lingüísticas. De última, pensé, el Concha podía pasar un personaje malogrado de Cesar Aira o de Lamborguini... De Osvaldo, digo...

jueves, 17 de mayo de 2012

Capítulo VI


Capítulo en el que se cuenta el intento del Concha por aprovechar los resquicios abiertos por la lucha de género, la exasperación de la diferencia y las políticas gay friendly

Mientras volvía a casa, en el subte, me lo imaginaba al Concha en el Congreso de Letras que se avecinaba. Mejor no pensar, me dije. En una de esas, se aburre rápido y se va. Además, no es seguro que vaya. Tal vez lo de acompañarme era una forma de cortesía, por el favor que me había pedido. Pero no podía engañar a mi temor, porque sabía bien que la cortesía no era una de las características del Concha.
Faltaba una semana para el evento y mi ponencia, que versaba sobre la recuperación del concepto aristotélico de catarsis que, vía Lessing, realiza Lukács, permanecía inconclusa. En mi escritorio descansaban, puntillosamente anotadas, la Poética de Aristóteles, la Dramaturgia de Hamburgo y la Minna von Barnhelm del iluminista alemán, y el análisis que de esa comedia había hecho Lukács, allá por 1963. No encontraba el sosiego necesario para darle forma al texto.
Era cerca de la una de la mañana cuando abandoné todo intento. A mi pesar, no era una traba teórica la que me impedía seguir, sino la idea del casting al que habría de presentarse el Concha. Había dicho, textualmente, que iría a un casting de putos. No sabía bien qué era lo que tramaba, y esa incógnita volvía cada vez que intentaba concentrarme en la catarsis de la tragedia griega.
Agobiado, me fui a dormir. Tuve un sueño absurdo y vergonzoso. En él, el Concha disertaba en un aula magna, ante una multitud, sobre los riesgos de una bragueta con cierre y los beneficios de una con abrojo.
­—El cierre, señores, es la versión moderna del mito de la vagina dentata. Es decir, la leyenda de una argolla con dientes que le come la poronga a los que la ensartan.
En mi sueño, los asistentes escuchaban al Concha con atención, como si se tratase de un intelectual consagrado refiriendo sus últimas investigaciones. Algunos tomaban notas, otros asentían con la sonrisa del que reconoce en el otro, honestamente, superioridad en el pensamiento y en la capacidad de expresarlo con elegancia.
—...desgracia que le acontece al personaje de Loco por Mary, cuando está en el baño y se sube, apurado, el cierre—proseguía el Concha, refundiendo en un discurso delirante mitos, banalidades de la cultura popular y reflexiones pretendidamente serias.
A pesar de lo hilarante de la situación, todos seguían con sensible respeto los derroteros de su disertación, que no escatimó en neologismos como “braguetear”,  “calzoneado” o “poronguera”.
Me desperté en medio de la noche más angustiado que al acostarme. En la soledad de mi cama de soltero, reflexioné durante un rato acerca de ese sueño en que, de un modo carnavalesco, el Concha aparecía coronado con todos los laureles que yo anhelaba.  ¿Acaso lo envidiaba? Sin estar seguro, comenzaba a comprender que, pese a todo, el Concha era un sujeto auténtico, descaradamente auténtico. Sus farsas y mentiras, en todo caso, no estaban dirigidas a ganar el reconocimiento del otro más que en aquellos aspectos que le permitieran sobrevivir. Había algo de inocencia es su modo de encarar el mundo, algo que podría denominarse candidez. Vagamente, recordé la figura del Lazarillo de Tormes antes de poder dormirme.
Los días que mediaron entre la primera visita a su casa y el reencuentro los ocupé en las clases y en dar forma a mi intervención en el Congreso. El domingo a la noche, cuando sonó el teléfono, supe que era él. Quedamos en que, al día siguiente, pasaría después del colegio por su casa. Y cumplí.
La habitación estaba más o menos como la recordaba, solo que algo más sucia. Lo noté ansioso.
—Esta idea me surgió luego de estudiar el caso —dijo con la seriedad de Santos, el personaje de Los simuladores—. Ser trolo está de moda. Los trolos, los bi, los trans, los lesbo-gay-tranformistas, los metro y todo tipo de combinaciones degeneradas están de moda. Hasta los que tienen pija y concha al mismo tiempo están de moda, que no me acuerdo cómo mierda es que les dicen.
—Hermafroditas.
—Exacto. Sos todo un culto vos, Eduardo, eh.
Se quedó un segundo pensativo, y me largó:
—No sos puto vos, ¿no?
La pregunta me incomodó: no comprendía por qué la había formulado. Tal vez porque no tenía pareja, o quizás porque había estudiado Letras. De cualquier modo, no quería que pensara que era homosexual. Tampoco, pensé, podía responder con vehemencia que no lo era, porque podría pasar por homofóbico. Una respuesta serena, firme pero despreocupada, era lo que necesitaba.
—No, no —le dije, pero sonó vehemente.
—Digo, como sabés de estas cosas. Viste que los putarracos se camuflan bastante bien...
—No, no soy homosexual, Concha —me defendí de lo que no quería defenderme.
—Bien. Antes que nada, te quiero aclarar...
—Ya sé: que tenés amigos homosexuales —me anticipé al cliché.
—No, amigos no. Pero sí un tío puto. Viste, en cada familia hay un tío mascatripa. El típico tío solterón, raro. Ese al que le dicen delicado y también, desde hace un tiempo, afrancesado.
Tuve que rendirme a esa verdad, porque en mi familia había un gay.
—Lo que yo quiero es ver si me puedo colar en algún programa de televisión con el verso de que me la lastro. Me di cuenta de que ser puto te abre puertas. No lo digo por la del culo, porque nunca me “puertearon”, sino por las verdaderas puertas de la fama. Fijate: Florencia de la V –de la verga, le digo yo–, Ronnie Arias, Zulma Lobato, Polino, Marley...
—Pará —lo interrumpí—, que de Polino y de Marley no hay confirmación.
—¿Qué? No me digas que vos fuiste de los boludos que se sorprendieron con lo de Ricky Martin...
—No, pero hasta que no deciden salir del closet...
—¿No sabías que a Ricky Martin, una vez, le sacaron medio litro de leche del estómago?
—Concha, eso es un mito urbano.
—¿Mito urbano? Acercale el ojete a Marley y fijate cómo te lo deja, Eduardo. Por favor... Con esa gente hay que pegar el culo a la pared porque si no, de un saque y sin aviso te empalan con el mástil de carne. Me extraña de vos, un intelectual... ¿Sabés la cantidad de giles que lechearon estos, ocultos detrás del mito? En fin, pensá como quieras. Yo te llamé porque hoy se hace un casting para un programa de historias de vida. Me enteré el otro día, con lo de los gordos. El portero ese del que te hablé me dijo que, todos los días, la cuadra se llenaba de bichos raros. Gordos, tortilleras, travesaños. También villeros, drogadictos, mujeres golpeadas y otras huevadas. En el único papel en que me vi fue en el de soplanuca. Averigüé cosas de maracas, hábitos, costumbres, medios de vida y demás y hoy me presento. Por eso quería tu asesoramiento. Si quedo, vienen a mi casa y me hacen una entrevista.
Él Concha no me pudo precisar de qué programa se trataba. Intuí que era alguno similar a Calles salvajes o algo por el estilo.
El papel para el que me había convocado era el de asesor de imagen.
Sin ningún pudor, se desnudó delante de mí. Tomó de su guardarropa un par de prendas que había conseguido en una Feria americana y comenzó a vestirse.
Se enfundó en un jean blanco, ajustado.
—Para que se me marque el orto y el paquete. Pantalón blanco, igual, puto —dijo.
 Vistió su torso con una remera rosa escote en V con la imagen de la Marilyn Monroe de Andy Warhol. En los pies se calzó un par de zapatos náuticos.
—¿Qué tal?
Era una imagen verdaderamente grotesca, pero no podía dejar de reconocer que el Concha había logrado reconstruir cierto estereotipo del homosexual.
—Si no me la como, ando con los cubiertos en el bolsillo ¿no? Je, je...
Asentí, y me sentí mal.
—Bueno, repasemos. Voy a ir con la típica historia de puto, la historia de fogón. Esa que sabemos todos, como el tema “Rasguña las piedras” de ese otro puto famoso. Voy a inventar que, de chiquito, no me gustaba jugar a la pelota. Me encerraba a jugar con muñecas y a hacer tortitas, a pesar de que mi padre me amenazara con romperme el culo a patadas. Hasta los diez o doce años, no me metí nada en el ano: eso comencé a hacerlo después de tomar un par de clases con un profesor de música –de flauta dulce voy a decir–. No sé si me entendés: no voy a ser tan obvio de decir que el profesor de música me la puso; lo voy a insinuar: pienso repetir que el tipo me enseñó a soplar la flauta en su casa, pero que no quiero hablar de eso. Después de preparar el ambiente, voy a largar, de pasada, que me colé un par de dedos en el orto. ¿Me seguís?
 Lo seguía.
—Estaba entre profesor de música y de gimnasia. Viste que son dos empleos de riesgo: pendejo que aparece con la cola como mandril, van a buscar al de música o gimnasia.
“Bueno, el cuento sigue con mi profesión. Me armé todo un itinerario laboral del trolo promedio. Hice un curso de peluquería, uno de maquillaje y algo de pastelería. Desistí de lo de chef: los putos emigraron a otras profesiones. Lo de diseñador de moda, así como lo de diseño de interiores, también lo descarté porque mucho no entiendo de ropa o de muebles, viste. Si me llegan a preguntar algo, me abatato y al carajo con la representación.
—Claro, claro —meché.
—¿Vos creés que me van a revisar el aro del culo?
Lo más increíble es que me lo preguntaba en serio.
—No, no creo.
—Joya. De última les digo que cago sin hacer fuerza, y listo.
De una caja de zapatos que usaba como cajón, sacó un arito y un collar de semillas.
—Me olvidaba de lo más importante —dijo, mientras se los ponía.
—No tengo agujerito —aclaró—. Este es uno de los que se abrochan.
Se miró en el reflejo del vidrio de la ventana (del vidrio detrás del cual observa a la vecina, recordé), y sonrió satisfecho. Como si me hubiese leído el pensamiento, agregó:
—Che, mi amiga me prestó un morral. ¿Viste esos morrales de cuero, que llevan los putardos de la cinefilia? Bueno, acá está.
Me lo mostró. Ni le pregunté con qué excusa se lo habría pedido.
No quería, entre tanta cosa bizarra, pasar sin decir nada. No para convencerlo de otra cosa porque, como ya dije, era imposible, sino para dejar otro punto de vista.
—Concha, ¿no te parece que la homosexualidad es algo serio? Digo, viste que es una lucha por el reconocimiento de sus derechos, de una libertad por la que vienen bregando desde hace tiempo. La comunidad gay podría sentirse ofendida...
—¿Por qué? A ellos les conviene que haya cada vez más putos que salen del ropero. Les estoy dando una mano, Eduardo... Además, lo mío es por una causa justa: de algo hay que vivir.
El Concha se desvistió antes de salir. Dijo que no le daba la cara para salir así a la calle. Se iba a preparar para el casting en uno de los baños de la estación de Constitución, que queda cerca del canal.
—¿Cómo vas con el tema del Congreso? —preguntó.
—Bien, ya estoy terminando la ponencia.
—Perfecto. Allí estaré.
Nos despedimos en la boca del subte. Quedamos en que hablábamos para ver cómo le había ido.
Me fui pensando que le iría bien. No que estuviese bien lo que estaba haciendo, sino que podría llegar a tener suerte. En cierto modo, daba con el target de los sujetos que aparecían en televisión...

viernes, 4 de mayo de 2012

Capítulo V


Acerca de una visita a la casa del Concha en la que expone sus opiniones sobre la obesidad

Cerca del mediodía, cuando entré en la sala de profesores, una noticia me dejó helado:
—¿Te enteraste de lo del suplente de Biología?
—No. ¿Qué pasó?
—Parece que tuvo un accidente de tránsito. Hoy llamó el hermano para avisar.
Quedé descolocado.
—¿Pero él está bien? —pregunté.
—No sé nada más —me dijo la profesora de Historia—. Lo chocó una camioneta cuando cruzaba la calle.
Salí al patio y llamé a la casa. Era el único teléfono que tenía. Pensé que, quizás, podría hablar con algún familiar.
Me atendió un contestador automático.
—Hola, mi nombre es Eduardo y soy compañero...
Una voz conocida atendió:
—Qué hacés, pelotudo.
—¿Concha? ¿Estás bien?
—Sí, claro —dijo. Y, comprendiendo, agregó: —Ah, es por lo del accidente. Lo inventé porque me quedé dormido. Igual, no creo que vuelva al colegio. ¿Vos volverías a un aula en la que te cagaste como peludo en la bolsa?
Mi angustia se transformó, frente a sus palabras, en exasperación. Le dije que no podía hacer ese tipo de bromas, que la gente se preocupa de forma innecesaria.
—Tranquilo, che. Es una mentira para irme del colegio de manera elegante. Así no me llaman más por un tiempo...
La culpa era mía, solamente mía, por meterme con gente como él. No quedaban dudas: se podía esperar cualquier cosa del Concha.
—¿Por qué no te pasás por casa, después del colegio? Voy a estar al pedo.
Aunque algo debilitada –o, mejor dicho, aguijoneada–, la pulsión bizarra respondió por mí:
—Pasame la dirección.
Y así fue que, esa tarde, poco después de las cuatro, me encontré tocando el timbre de un edificio de Almagro.
Bajó en piyama y ojotas. Subimos en ascensor hasta el piso 6to.
—Pasá, sentite como en tu casa.
No pude cumplir con su pedido: el monoambiente en que vivía era un antro devastado. Había botellas y latas de cerveza vacías por toda la habitación, mugre, una porción de pizza con hongos que podía ser de hacía una semana o un mes, un par de DVD´s pornográficos truchos desparramados por el suelo. El mobiliario estaba conformado por un colchón, una computadora montada en un pequeño escritorio, una mesa y dos sillas. No hacía falta ser un esteta para deprimirse en semejante lugar. Me acomodé como pude.
—Che, Concha, te fuiste un poco lejos con la mentira del colegio...
—No iba a poder volver, qué querés...
—Claro, dar una materia de la que no conocés...
—No lo digo por eso, sino por lo del pedo. Si hay cada chanta disfrazado de profesor...
Me daba un poco de temor comprobar que existía gente como él, sin barreras. Al mismo tiempo, creo que lo admiraba. Yo, que siempre fui tan temeroso, que siempre tuve un súper-yo enorme vigilando mis movimientos, me venía a topar con un tipo que avanzaba a fuerza de pura decisión, sin trabas. Tal vez era, efectivamente, un amoral. En todo caso, era preferible a ser un inhibido, como yo.  Sin exagerar, creía que el Concha era capaz de dar vuelta el mundo como un zoquete. (Releyendo esta última frase, pensé si el Concha no me habría inoculado, en los pocos encuentros que tuvimos, su veneno expresivo. ¿Nos estaríamos, acaso, metamorfoseando el uno en el otro? Recordé cómo algunos críticos hispanistas mencionaban, a propósito de la obra cumbre de Cervantes, un proceso de quijotización” de Sancho y “sanchificación” de Quijote a lo largo de la novela. Me avergoncé de haber hecho esta relación. Aquí no había ningún Sancho, ni ningún Quijote, ni nada que se acercara a Cervantes. En todo caso, éramos un dúo conformado por un sujeto vulgar y un fracasado que se desahoga escribiendo. Y, en todo caso, yo estaba más cerca de vulgarizarme que él de fracasar.)
—El tema con la docencia es el pijazo de tener que madrugar —continuó—. Tal vez si agarrara horas por la tarde...
 Sin cuestionar nada de lo que decía, le pregunté:
—¿Y ahora, a qué te vas a dedicar?
—Yo hago cualquier cosa, Eduardo. La semana que viene, por ejemplo, pienso ir a un casting.
—¿Un casting?
—Sí, para un programa de televisión. Voy a ver si me hago pasar por puto.
—¿Qué me estás diciendo?
—¿No viste que comertelá está de moda? Si decís que te chupaste un par de pijas alguna vez, tenés chance de salir en la tele.
—¿Me podés decir de dónde sacaste esta idea descabellada?
—Dejame que te cuente. El otro día, cuando volvía de un putero de Constitución, me encontré con lo que parecía una procesión de gordos.
Tarde o temprano, iba a llegar el momento. Me había anunciado algo sobre sus ideas acerca de la obesidad. Espero que ningún lector –si es que alguien lee esto– se ofenda sobre las barbaridades que siguen.
—No se trataba de gente con algunos kilos de más, que a cualquiera le puede pasar, sino de una verdadera manada de gordos. ¿Cómo se decía manada de cerdos?
—¿Piara?
—Eso, una piara haciendo fila en la vereda de Canal Trece.
Como si de repente hubiese pensado en mí, me preguntó:
—¿Querés chupar algo?
Eran las cinco de la tarde, como mucho.
—No, te agradezco.
Destapó una cerveza, tomó largo del pico, eructó y prosiguió:
—Era una larga fila –mejor dicho, una ancha fila­– de gordos cebados, de esos que son bien tetones, que no sabés si son tipos o minas amachorradas.
Le hice un gesto afirmativo que pude haber evitado.
—Bueno. Resulta que me acerqué a donde estaba un portero de edificio, bien al pedo, que andaba meta dar brillo al bronce de los timbres con la gamuza.
“¿Qué mierda es eso?, le pregunté señalando al ganado. ¿Les van a regalar comida?
“No, me dijo, es un casting para Cuestión de peso. Hoy es el día de los hombres.
“Ahí mismo, en ese preciso instante, me surgió la idea del presentarme a un casting como trolo.
“Te sigo contando la anécdota. Yo, que soy medio curioso, me quedé a mirar. Vi que algunos, medio rellenitos, salían con cara de orto. Claro, los habían rechazado: no estaban lo suficientemente hinchados como para salir en la tele. Me hice el interesado y le hablé a uno de esos cuando pasó cerca.
“¿No te tomaron?, le pregunté.
“Y no, me dijo, me cagó uno que andaba arriba de los 250.
“Medio que me dio lástima el gordo. Todos sus sueños de ser un chancho famoso se habían ido al carajo. Se le notaba en la cara que quería pasearse por el canal con una remera XXXL que tuviera estampado el kilaje, que lo pesaran en una balanza del zoológico, que lo acusaran de robarle la vianda a otros gordos y esas cosas que pasan en el programa. Los hijos de puta lo habían discriminado... Le quise dar ánimos.
“No te aflijas, che, le dije, andá a morfar a lo loco. Pan, papa, pasta, la dieta de las tres ʻPʼ. Acordate: pan, papa, pasta. Mucha gaseosa, mucho helado. Nada de aceite: manteca,  mandale manteca a todo. De ahora en más, prohibido el Chucker: azúcar. Vas a ver cómo te venís en un par de semanas... Cuando menos te lo esperes, vas a descubrir que para pegarle un manotazo a la verga vas a tener que escarbar a ciegas del otro lado de la buzarda. Creeme: no te va a reconocer ni tu vieja...
“El gordito me agradeció el consejo y se metió en un McDonald´s para calmar el bajón de quedar afuera. Pero le faltaba... Imposible competir con los tanques australianos que había en la cola.
Me indigné un poco escuchándolo.
—¿Por qué le dijiste eso? La obesidad, Concha, es una enfermedad.
—Le dije para ayudarlo. ¿Y desde cuando la obesidad es una enfermedad? No me vas a decir que te comiste la boludez de la tiroides.
­—A veces es orgánico...
—Lo del desarreglo hormonal es una pelotudez, Eduardo. Se clavan una docena de milanesas con un kilo de papas fritas y le echan la culpa a la pobre glándula. Dejate de joder. ¿Sabés de qué me di cuenta a partir de la charla con el gordo? De que no es a todos que les tengo bronca.
­—Ah, me quedo más tranquilo...
No entendió la ironía.
—Claro, claro, no me malinterpretes. A los que no me banco es a los que gozan morfando y cuando el ojete no les pasa por el molinete del subte o el ascensor, que no es un montacargas, no puede despegar con ellos encima, dicen “¡Discriminación, discriminación!”.
Siempre así de enfático, el Concha despotricaba contra los gordos como un templario se empecinaba en recuperar Tierra Santa.
—Cualquier cosa que los incomoda en su condición de gordos es un problema de los otros. Escuchá esto. El año pasado pasé una temporada en Villa Gesell. Estaba tirado en la arena cuando escuché una discusión. Me acerqué y vi que un híper gordo acusaba al dueño de un parador. Parece que había alquilado un espacio con sombrilla y sillitas y ahora comprobaba que el orto no le cabía en la reposera. Pero no es que no le cabía por poco: no podía embutir adentro ni una nalga. Lo voy a denunciar, por no respetar los derechos de los que somos diferentes, le dijo el gordo.
El Concha siguió con otras anécdotas de obesos a los que, por supuesto, no llamaba de esta manera sino de mil formas altamente ofensivas. Se compadeció de un camillero del SAME al que había visto en las noticias.  Según él, el infeliz había contraído una hernia de disco que lo dejó postrado durante un mes luego de intentar socorrer en la vía pública a un gordo que se había ido de espaldas luego de patinarse con el helado que se le había chorreado.
—Es un poco duro lo que decís...
—Ojo, no te confundas, que yo tengo amigos gordos.
Le dije que ese era el argumento típico de los que quiere atajarse de las acusaciones de discriminación.
Trató de explicarse. Como siempre, intentaba darle a esta y a otras cuestiones irrelevantes ribetes filosóficos. Eso es lo que me atraía del Concha: su semblante de un Sócrates contemporáneo recorriendo todos los tópicos de la incorrección política. Con este y otros temas espinosos, desplegaba una batería argumental como si de ganar la discusión dependiese una enorme suma de dinero.
—El tema es querer que el mundo se ajuste a todas tus peculiaridades. Imaginate esto: sube un enano al colectivo y exige, porque se siente discriminado, que pongan la máquina de las monedas a medio metro del piso. Todas las líneas, para no quedar en falta, la bajan. Después viene un tipo que mide 2 metros 20 y pide que suban el techo del bondi y eleven la máquina. Después sube un tipo sin manos ni piernas y pide un bebedero para escupir las monedas...
A medida que iba terminado la cerveza, su posición se radicalizaba cada vez más. No tenía sentido convencerlo de nada, ni discutir sus ideas. Solamente escuchar.
Después de un rato, miré el reloj. Tenía que irme.
—Quiero aprovechar lo que queda del día para terminar una ponencia para un Congreso de Letras.
Lo dije con aires de importancia, como solía tomarme esas cosas. Creía que, yendo a esos eventos, me iba a convertir en un intelectual.
—Interesante, che. Te voy a acompañar.
Me dio escalofríos.
—No hace falta, es un evento medio especializado. No creo que entiendas mucho.
—Pero si es sobre literatura, Eduardo. No pensarás que soy un boludo ¿no? Además, es para acompañarte.
¿Para qué darle vueltas al asunto? Iba a ir conmigo.
—Eso sí: quería ver si me das una mano con el tema del casting.
Me había olvidado.
—Es la semana que viene, por la tarde. Hoy por ti, mañana por mí.
Se sonrió con su sonrisa de Concha mientras yo sentía que venía embalado en una seguidilla de decisiones incorrectas.