Acerca de una visita a la casa del Concha en la que expone sus
opiniones sobre la obesidad
Cerca del mediodía,
cuando entré en la sala de profesores, una noticia me dejó helado:
—¿Te enteraste de lo del
suplente de Biología?
—No. ¿Qué pasó?
—Parece que tuvo un
accidente de tránsito. Hoy llamó el hermano para avisar.
Quedé descolocado.
—¿Pero él está bien?
—pregunté.
—No sé nada más —me
dijo la profesora de Historia—. Lo chocó una camioneta cuando cruzaba la calle.
Salí al patio y llamé a
la casa. Era el único teléfono que tenía. Pensé que, quizás, podría hablar con
algún familiar.
Me atendió un
contestador automático.
—Hola, mi nombre es
Eduardo y soy compañero...
Una voz conocida
atendió:
—Qué hacés, pelotudo.
—¿Concha? ¿Estás bien?
—Sí, claro —dijo. Y,
comprendiendo, agregó: —Ah, es por lo del accidente. Lo inventé porque me quedé
dormido. Igual, no creo que vuelva al colegio. ¿Vos volverías a un aula en la que
te cagaste como peludo en la bolsa?
Mi angustia se
transformó, frente a sus palabras, en exasperación. Le dije que no podía hacer
ese tipo de bromas, que la gente se preocupa de forma innecesaria.
—Tranquilo, che. Es una
mentira para irme del colegio de manera elegante. Así no me llaman más por un
tiempo...
La culpa era mía,
solamente mía, por meterme con gente como él. No quedaban dudas: se podía
esperar cualquier cosa del Concha.
—¿Por qué no te pasás
por casa, después del colegio? Voy a estar al pedo.
Aunque algo debilitada
–o, mejor dicho, aguijoneada–, la pulsión bizarra respondió por mí:
—Pasame la dirección.
Y así fue que, esa
tarde, poco después de las cuatro, me encontré tocando el timbre de un edificio
de Almagro.
Bajó en piyama y ojotas.
Subimos en ascensor hasta el piso 6to.
—Pasá, sentite como en
tu casa.
No pude cumplir con su
pedido: el monoambiente en que vivía era un antro devastado. Había botellas y
latas de cerveza vacías por toda la habitación, mugre, una porción de pizza con
hongos que podía ser de hacía una semana o un mes, un par de DVD´s pornográficos
truchos desparramados por el suelo. El mobiliario estaba conformado por un
colchón, una computadora montada en un pequeño escritorio, una mesa y dos
sillas. No hacía falta ser un esteta para deprimirse en semejante lugar. Me acomodé
como pude.
—Che, Concha, te fuiste
un poco lejos con la mentira del colegio...
—No iba a poder volver,
qué querés...
—Claro, dar una materia
de la que no conocés...
—No lo digo por eso,
sino por lo del pedo. Si hay cada chanta disfrazado de profesor...
Me daba un poco de
temor comprobar que existía gente como él, sin barreras. Al mismo tiempo, creo
que lo admiraba. Yo, que siempre fui tan temeroso, que siempre tuve un súper-yo
enorme vigilando mis movimientos, me venía a topar con un tipo que avanzaba a
fuerza de pura decisión, sin trabas. Tal vez era, efectivamente, un amoral. En todo
caso, era preferible a ser un inhibido, como yo. Sin exagerar, creía que el Concha era capaz de
dar vuelta el mundo como un zoquete. (Releyendo esta última frase, pensé si el
Concha no me habría inoculado, en los pocos encuentros que tuvimos, su veneno
expresivo. ¿Nos estaríamos, acaso, metamorfoseando el uno en el otro? Recordé
cómo algunos críticos hispanistas mencionaban, a propósito de la obra cumbre de
Cervantes, un proceso de quijotización” de Sancho y “sanchificación” de Quijote
a lo largo de la novela. Me avergoncé de haber hecho esta relación. Aquí no
había ningún Sancho, ni ningún Quijote, ni nada que se acercara a Cervantes. En
todo caso, éramos un dúo conformado por un sujeto vulgar y un fracasado que se
desahoga escribiendo. Y, en todo caso, yo estaba más cerca de vulgarizarme que
él de fracasar.)
—El tema con la
docencia es el pijazo de tener que madrugar —continuó—. Tal vez si agarrara
horas por la tarde...
Sin cuestionar nada de lo que decía, le
pregunté:
—¿Y ahora, a qué te vas
a dedicar?
—Yo hago cualquier
cosa, Eduardo. La semana que viene, por ejemplo, pienso ir a un casting.
—¿Un casting?
—Sí, para un programa
de televisión. Voy a ver si me hago pasar por puto.
—¿Qué me estás
diciendo?
—¿No viste que
comertelá está de moda? Si decís que te chupaste un par de pijas alguna vez,
tenés chance de salir en la tele.
—¿Me podés decir de
dónde sacaste esta idea descabellada?
—Dejame que te cuente.
El otro día, cuando volvía de un putero de Constitución, me encontré con lo que
parecía una procesión de gordos.
Tarde o temprano, iba a
llegar el momento. Me había anunciado algo sobre sus ideas acerca de la obesidad.
Espero que ningún lector –si es que alguien lee esto– se ofenda sobre las
barbaridades que siguen.
—No se trataba de gente
con algunos kilos de más, que a cualquiera le puede pasar, sino de una
verdadera manada de gordos. ¿Cómo se decía manada de cerdos?
—¿Piara?
—Eso, una piara haciendo
fila en la vereda de Canal Trece.
Como si de repente
hubiese pensado en mí, me preguntó:
—¿Querés chupar algo?
Eran las cinco de la
tarde, como mucho.
—No, te agradezco.
Destapó una cerveza,
tomó largo del pico, eructó y prosiguió:
—Era una larga fila –mejor
dicho, una ancha fila– de gordos cebados,
de esos que son bien tetones, que no sabés si son tipos o minas amachorradas.
Le hice un gesto
afirmativo que pude haber evitado.
—Bueno. Resulta que me
acerqué a donde estaba un portero de edificio, bien al pedo, que andaba meta
dar brillo al bronce de los timbres con la gamuza.
“¿Qué mierda es eso?,
le pregunté señalando al ganado. ¿Les van a regalar comida?
“No, me dijo, es un
casting para Cuestión de peso. Hoy es
el día de los hombres.
“Ahí mismo, en ese
preciso instante, me surgió la idea del presentarme a un casting como trolo.
“Te sigo contando la
anécdota. Yo, que soy medio curioso, me quedé a mirar. Vi que algunos, medio
rellenitos, salían con cara de orto. Claro, los habían rechazado: no estaban lo
suficientemente hinchados como para salir en la tele. Me hice el interesado y
le hablé a uno de esos cuando pasó cerca.
“¿No te tomaron?, le
pregunté.
“Y no, me dijo, me cagó
uno que andaba arriba de los 250.
“Medio que me dio
lástima el gordo. Todos sus sueños de ser un chancho famoso se habían ido al
carajo. Se le notaba en la cara que quería pasearse por el canal con una remera
XXXL que tuviera estampado el kilaje, que lo pesaran en una balanza del
zoológico, que lo acusaran de robarle la vianda a otros gordos y esas cosas que
pasan en el programa. Los hijos de puta lo habían discriminado... Le quise dar
ánimos.
“No te aflijas, che, le
dije, andá a morfar a lo loco. Pan, papa, pasta, la dieta de las tres ʻPʼ.
Acordate: pan, papa, pasta. Mucha gaseosa, mucho helado. Nada de aceite:
manteca, mandale manteca a todo. De
ahora en más, prohibido el Chucker: azúcar. Vas a ver cómo te venís en un par
de semanas... Cuando menos te lo esperes, vas a descubrir que para pegarle un
manotazo a la verga vas a tener que escarbar a ciegas del otro lado de la
buzarda. Creeme: no te va a reconocer ni tu vieja...
“El gordito me
agradeció el consejo y se metió en un McDonald´s para calmar el bajón de quedar
afuera. Pero le faltaba... Imposible competir con los tanques australianos que
había en la cola.
Me indigné un poco
escuchándolo.
—¿Por qué le dijiste
eso? La obesidad, Concha, es una enfermedad.
—Le dije para ayudarlo.
¿Y desde cuando la obesidad es una enfermedad? No me vas a decir que te comiste
la boludez de la tiroides.
—A veces es orgánico...
—Lo del desarreglo
hormonal es una pelotudez, Eduardo. Se clavan una docena de milanesas con un
kilo de papas fritas y le echan la culpa a la pobre glándula. Dejate de joder.
¿Sabés de qué me di cuenta a partir de la charla con el gordo? De que no es a
todos que les tengo bronca.
—Ah, me quedo más
tranquilo...
No entendió la ironía.
—Claro, claro, no me
malinterpretes. A los que no me banco es a los que gozan morfando y cuando el
ojete no les pasa por el molinete del subte o el ascensor, que no es un
montacargas, no puede despegar con ellos encima, dicen “¡Discriminación,
discriminación!”.
Siempre así de
enfático, el Concha despotricaba contra los gordos como un templario se
empecinaba en recuperar Tierra Santa.
—Cualquier cosa que los
incomoda en su condición de gordos es un problema de los otros. Escuchá esto. El
año pasado pasé una temporada en Villa Gesell. Estaba tirado en la arena cuando
escuché una discusión. Me acerqué y vi que un híper gordo acusaba al dueño de
un parador. Parece que había alquilado un espacio con sombrilla y sillitas y
ahora comprobaba que el orto no le cabía en la reposera. Pero no es que no le
cabía por poco: no podía embutir adentro ni una nalga. Lo voy a denunciar, por
no respetar los derechos de los que somos diferentes, le dijo el gordo.
El Concha siguió con
otras anécdotas de obesos a los que, por supuesto, no llamaba de esta manera
sino de mil formas altamente ofensivas. Se compadeció de un camillero del SAME
al que había visto en las noticias. Según
él, el infeliz había contraído una hernia de disco que lo dejó postrado durante
un mes luego de intentar socorrer en la vía pública a un gordo que se había ido
de espaldas luego de patinarse con el helado que se le había chorreado.
—Es un poco duro lo que
decís...
—Ojo, no te confundas,
que yo tengo amigos gordos.
Le dije que ese era el
argumento típico de los que quiere atajarse de las acusaciones de
discriminación.
Trató de explicarse. Como
siempre, intentaba darle a esta y a otras cuestiones irrelevantes ribetes
filosóficos. Eso es lo que me atraía del Concha: su semblante de un Sócrates
contemporáneo recorriendo todos los tópicos de la incorrección política. Con
este y otros temas espinosos, desplegaba una batería argumental como si de
ganar la discusión dependiese una enorme suma de dinero.
—El tema es querer que
el mundo se ajuste a todas tus peculiaridades. Imaginate esto: sube un enano al
colectivo y exige, porque se siente discriminado, que pongan la máquina de las
monedas a medio metro del piso. Todas las líneas, para no quedar en falta, la
bajan. Después viene un tipo que mide 2 metros 20 y pide que suban el techo del
bondi y eleven la máquina. Después sube un tipo sin manos ni piernas y pide un
bebedero para escupir las monedas...
A medida que iba
terminado la cerveza, su posición se radicalizaba cada vez más. No tenía
sentido convencerlo de nada, ni discutir sus ideas. Solamente escuchar.
Después de un rato,
miré el reloj. Tenía que irme.
—Quiero aprovechar lo
que queda del día para terminar una ponencia para un Congreso de Letras.
Lo dije con aires de
importancia, como solía tomarme esas cosas. Creía que, yendo a esos eventos, me
iba a convertir en un intelectual.
—Interesante, che. Te voy
a acompañar.
Me dio escalofríos.
—No hace falta, es un
evento medio especializado. No creo que entiendas mucho.
—Pero si es sobre
literatura, Eduardo. No pensarás que soy un boludo ¿no? Además, es para
acompañarte.
¿Para qué darle vueltas
al asunto? Iba a ir conmigo.
—Eso sí: quería ver si
me das una mano con el tema del casting.
Me había olvidado.
—Es la semana que
viene, por la tarde. Hoy por ti, mañana por mí.
Se sonrió con su
sonrisa de Concha mientras yo sentía que venía embalado en una seguidilla de
decisiones incorrectas.