martes, 19 de junio de 2012

Capítulo X


Que trata de la asistencia del Concha al Congreso Internacional de Letras y de otras anécdotas dignas de ser referidas en esta infame historia (tercera parte)

Mientras nos alejábamos del aula con rumbo al café de la Facultad le pregunté:
—¿Y con Carol cómo fue?
—Bien, bien —me dijo, pero en su rostro había algo de decepción—. Entre nosotros: tortilla de papa.
Acompañó sus palabras con el gesto obsceno de unir pulgares e índices y hacer presión.
—Bajá la mano, Concha —lo corregí. Y retomando el tema, agregué:— No parecía lesbiana...
—No ¿viste? A mí me lo dijo y, con lo que me gustan las comezanjas, se me agarrotó la pija. Pero era calentarse al pedo... Por lo que le entendí, le van todos los menús menos la carne en barra...
Y con expresión de lamento, remató:
—Qué desperdicio de concha, ojete y gomas, por favor... Parece que la mina tijeretea con esa amiga a la que vino a ver al Congreso.
—¿Tijeretea? —dije mientras repasaba mentalmente en los sentidos del término en español.
—Hace tijereta, Eduardo. ¿Dónde mierda vivís?
Y, para graficarme, volvió con la pedagogía manual. Esta vez hizo dos gestos de tijera con el índice y el mayor de cada mano, los entrecruzó y comenzó a frotarlos por la unión. Frotó y frotó y, para terminar de explicarse, empezó a imitar gemidos:
—Ah, ah, qué rica conchita que tenés, ah. ¿Nos pezoneamos juntas?...
—Basta, Concha: ya entendí.
Siempre hay que frenarlo al Concha, siempre, siempre.
Nos sentamos en el barcito de Puan, que estaba muy concurrido.
—Me dejó mal lo de Carol, viste. Yo, cuando nos pusimos a charlar en el café, me dije: a ésta la serrucho hasta sacarle olor a pelo quemado.
—...
—Pero no: comegrieta. Yo me fapeo casi siempre con videos de tortilleras. Te quiero aclarar, porque no sé si andás a menudo en página porno...
Se quedó como esperando una respuesta a la insinuación.
—Son cosas de la vida privada, Concha.
—Bueno, veo entonces que conocés del tema. Te decía que las invertidas que aparecen, ponele, en Poringa, no son las mismas tortas que las de la calle, esas de pelo cortito, sin teñirse y con cara de ojete. No, son tremendas minas, para nada machonas. Carol debe de ser de ésas. Tal vez la amiga es de las otras, de las que hacen del hombre.
Mientras el Concha se explayaba con su habitual sutileza sobre cuestiones de género, de la mesa de al lado nos llegaba el rumor de una conversación. Tres jóvenes, claramente ingresantes, seguían con atención al que más hablaba, que daba la impresión de ser de alguna agrupación de izquierda de la Facultad. Una típica reunión del militante con sus contactos, me dije. La escena me trajo imágenes de mis primeros años de estudiante. También yo había participado de reuniones y, si bien por breve tiempo, de la euforia de la militancia. De esa escena que transcurría a pocos metros surgieron en mí, de modo involuntario, un sinnúmero de recuerdos que me sumieron en un estado tibio de nostalgia y evocación. Y estaba así, tomado por la reminiscencia, cuando la voz del Concha me hizo volver:
—Magdalenas. ¿Habrá magdalenas para comer en este bar?
—Creo que sí...
Nos quedamos en silencio, comiendo magdalenas con café con leche. Las palabras de la mesa de al lado nos llegaban con claridad:
—Porque hoy, más que nunca, estamos ante la necesidad de construir un partido obrero que acaudille a las masas explotadas...
El Concha me dijo por lo bajo:
—Me parece que acá al lado hay uno que es comunista...
Me produjo algo de gracia el comentario, y le expliqué que, en la Facultad, había mucha militancia de izquierda.
—Escuchá, escuchá —me interrumpió para seguir más atento la conversación de al lado.
—...una alternativa verdaderamente clasista, un partido poderoso que sea la voz de los que no tienen voz...
El Concha se sonreía y comenzó a imitar, por lo bajo, el discurso:
—...la voz de los que no tiene voz, pero también los dientes de los que no tienen dientes, para masticar por ellos la comida y pasarles el bolo...
Le hice señas de que hablara bajo, no fuera cosa de que nos escucharan y hubiera un malentendido.
—...porque el sistema —prosiguió el militante— siempre nos ofrece alternativas que, en el fondo, son lo mismo. Alfonsín y Menem: lo mismo. Duhalde y De la Rúa: son lo mismo...
—... Pepe Pompín y Bugs Bunny: lo mismo; el Gato con Botas y Garfield: son lo mismo...
El Concha se reía sin maldad, como un chico.
Traté de desviar su atención, pero el Concha no quería perder bocado.
—...en los medios, sobre todo, la figura del joven delincuente. Es decir, se construye al adolescente de los barrios bajos como estereotipo de criminal. Una compañera, que milita cerca de una villa, nos cuenta que la cana los para por portación de cara, sólo por eso...
El Concha se puso serio.
—Este es un pelotudo... —me dijo.
—¿Por qué decís eso, Concha? Es cierto que en los medios se construye la figura del joven delincuente, se los criminaliza sólo por presunción...
El Concha explotó en una carcajada.
—Pero Eduardo, no seas gil... Te parecés a un vecino medio mogólico que tengo. Es un pendejo de esos que hablan —y empezó a imitar— “ehhh, guachíiin, alta yaanta, re-gaaaatooo, alto guiiisooo”, así, como lo hago yo ahora, empujando la pera para adelante. Intentalo, fijate que si empujás la pera para adelante te va a salir...
No lo iba a hacer.
—Bueno, este pibe anda con el atuendo reglamentario de esta gente: ropa deportiva, zapatillas faroleras, buzo con capucha y gorrita. La capucha, claro, siempre puesta encima de la gorra. Tiene la jeta toda agujereada con esos piercings que tienen como una cabeza de alfiler de colores ¿viste? Y lo peor: siempre con un celular de esos que tienen un parlantito para poner cumbia a todo trapo.
“Bueno, resulta que dos por tres lo encuentro abajo del edificio al pibito, y un día me comenta al pasar –porque siempre algo charlamos– que habitualmente lo para la policía. Quilombo que hay, lo paran a él. Alguien en el subte grita ʻme chorearonʼ, y lo atajan a él.
“¿Sabés qué pasa, Corky? le dije. Te paran y te van a seguir parando, porque vos, aunque no afanás, escuchás música que habla de afanar, te vestís como pibe chorro y hablás como pibe chorro. Si te vistieras con un traje a rayas blanco y negro y salieras corriendo por la calle también te van a parar ¿entendés? Si te ponés un estetoscopio y un ambo, te van a llamar doctor; si te ponés una remera toda sucia y un pantalón sin cinturón que haga que al agacharte se te vea la raya del culo, van a pensar que sos mecánico o plomero ¿me seguís?
“Ahora, imaginate que vengo yo y te digo que me puse portaligas, botas hasta la rodilla y corpiño y que me fui a caminar por los bosques de Palermo pero que la pasé re-mal, porque me corrieron para ojetearme y meterme la poronga en la boca... Sería un boludo ¿no?”
El Concha siguió un buen rato con su explicación. Yo, mientras, me lo imaginaba al pequeño cumbiero escuchándolo al Concha dar cátedra acerca de, como él recalcaba, las diferencias entre ser una víctima del prejuicio y del estigma y ser un pelotudo.
Cuando terminó de explayarse comencé a sentir el cansancio que sigue a un día de nerviosismo. Bostecé un par de veces. El Congreso había terminado para mí.
Nos fuimos hasta la parada de subte de la línea A. Viajamos juntos hasta Loria, cuando el Concha se bajó. Antes de despedirse, me dijo que se había quedado con las ganas de escuchar una ponencia.
—¿Cuál? —le pregunté.
Ya afuera del subte, sacando el programa de su bolsillo, me leyó el título:
—“Peteco, petardo, Pettinato, Pettoruti, Petersburgo: alternancia de eufemismos de la felación en la cultura popular contemporánea”.
El subte comenzó a alejarse y el Concha no paraba de reírse. No supe en ese momento –y tampoco quise corroborar– si se trataba de un fiasco muy elaborado del Concha o de un síntoma de decadencia de la academia.
Esa noche, debo confesarlo, me puse frente al espejo del baño, empujé la pera hacia adelante y dije “alto guiso”. No me pude dormir hasta bien entrada la madrugada.


domingo, 10 de junio de 2012

Capítulo IX


Que trata de la asistencia del Concha al Congreso Internacional de Letras y de otras anécdotas dignas de ser referidas en esta infame historia (segunda parte)

Mi exposición acusó el nerviosismo con el que cargaba. Me trabé un par de veces, perdí el hilo de lo que estaba diciendo pero, en líneas generales, salió bien.
Quizás el momento de mayor tensión lo pasé cuando vi que el Concha, acompañado de Carol, entraba en el aula. Temía algún tipo de intervención de su parte en el momento en que se abriera el debate, algo que me hiciera quedar mal adelante de mis colegas. Me tranquilicé algo al recordar que había manifestado tener intención de concurrir a la mesa de Katchadjian.
Sin embargo, cuando terminé de exponer sobre Lukács y Lessing, el Concha –movido por algún impulso inocente– se puso de pie:
—¡Bravo! ¡Bravo! —decía, mientras aplaudía con fervor, incitando a las no más de diez o doce personas que nos escuchaban a seguirlo en el gesto.
Algunos se dieron vuelta y lo miraron. Aplaudieron, pero no con la efusividad que lo estaba haciendo el Concha, quien seguramente pensaba que me estaba dando una mano en un concurso cuyo éxito se podía medir por los aplausos.
Hubo algunas sonrisas entre las pocas personas que estaban en la mesa, pero creo que eran sobre todo a causa del cierre bajo del pantalón.
—¿Lo conocés? —me preguntó por lo bajo un colega de la mesa al ver que yo hacía gestos de moderación al Concha.
—Eh... sí, sí. Algo así
Después de esto, Carol y el Concha salieron hacia la mesa de Katchadjian, que tendría lugar en una de las aulas grandes del tercer piso.
De acuerdo con las previsiones, la sala estaba repleta. Repasé el programa y vi que entre los panelistas había gente más o menos conocida del ámbito literario contemporáneo.
Logré entrar al aula, pero terminé agolpado entre la muchedumbre en uno de los laterales de la mesa. Miré hacia el lado de las butacas: un par de brazos abiertos me hacían señas. Me escondí un poco detrás de una cabeza y le levanté el pulgar, como para que el Concha dejara de llamar la atención. Me respondió con el pulgar, se sonrió y se acomodó para seguir escuchando.
El que estaba hablando era nada más y nada menos que Katchadjian. Yo no tenía referencias de él más que por la demanda que le había iniciado María Kodama por plagio –algo relacionado con “El aleph”– y ese video que está en Youtube donde este joven escritor lee fragmentos de su obra El Martín Fierro ordenado alfabéticamente. Mis gustos, estrictamente clásicos en lo que refiere a cuestiones estéticas, me impiden hacer una valoración de su producción. Sé, de todas maneras, que cuenta con un más o menos amplio grupo de celebrantes.
Veía a Katchadjian de costado, por mi ubicación. El  Concha seguía con atención la intervención de ese extraño joven de bigotes amplios que, para concluir, se permitió leer la letra “A” de su obra.
Después de unos aplausos, el que dirigía la mesa abrió la ronda de preguntas.
El Concha levantó la mano y se puso de pie. La bragueta seguía abierta con descaro. Iba a haber espectáculo, estaba seguro. Miré rápido una vía de escape, por si al Concha se le ocurría vincularme con lo que estaba por hacer.
—Mi pregunta es para... —no se acordaba el nombre, y se puso a revisar en el programa arrugado que tenía en la mano— acá está: el señor Karadagián.
Hubo algunas risas, pero el interpelado corrigió con gracia:
—Se equivocó de armenio...
—¿Eh? En fin, la pregunta es para usted. En primer lugar, lo felicito por el tremendo trabajo de ordenar alfabéticamente el Martín Fierro verso por verso. No lo pude leer todavía, pero me imagino lo que debe de haber sido el proceso de buscar todas las líneas que empiezan con “A”, después todos los que empiezan con “B”...
Pese a lo poco que lo conocía al Concha, me daba cuenta de que no lo estaba cargando. Algo se le había despertado con la obra de este autor, algo distinto de la burla.
Sus palabras, pese a que habían sido pronunciadas con seriedad, despertaron algunas risas. Antes de dejarlo seguir, Katchadjian respondió:
—Mirá, en realidad cargué todo en el Excel y una tecla hizo todo el trabajo...
La gente de la mesa y varios de los que estaban en primera fila estallaron en risas de aprobación. Tenía el autor, efectivamente, sus festejantes. El Concha, por su parte, recibió la respuesta con la expresión de alguien maravillado por la técnica. Era evidente que no tenía idea de lo que era el Excel.
—Genia, genial —dijo, todavía de pie—. Te hago dos preguntas más: ¿tenés pensado ordenar alguna otra obra más, o te plantás acá?
Los festejantes rieron, preparando el terreno para la respuesta:
—No, me planto —dijo Katchadjian—. Tal vez vos quieras ordenar alguna...
El coro sin corifeo volvió a reír a carcajadas. Cuando bajó un poco el bochinche, el Concha dijo:
—Exacto. Por eso mi segunda pregunta es sobre si se vende bien la obra, si tiene salida...
La escena duró apenas un poco más. El que dirigía la mesa desestimó la pregunta y pasó a otras intervenciones. El Concha, satisfecho, se levantó y salió. Por lo visto, Carol había decidido permanecer un rato más en la sala. 
Yo lo esperaba afuera del aula. Me sentía molesto por el modo en que la gente se había burlado del Concha. Me sentía molesto pese a todo: pese a que el Concha era una máquina de burlarse de lo demás, pese a que podía ser hiriente, pese a que sus ideas no eran políticamente correctas, sino todo lo contrario; pese a todo, decía, me sentía molesto. El de esa gente y el del Concha eran modos muy distintos de pararse ante el mundo. El Concha podía ser disculpado como un niño; el resto, no.
—No les prestes atención, Concha, a todos esos
—¿Eh? ¿Por qué lo decís?
—Por las burlas, por eso...
—Pero, Eduardo ¿no entendés? Todos esos que están ahí adentro, desde el más alto al más bajito, me pueden chupar bien chupada la verga, desde la punta hasta los huevos. Pueden hacer fila y mamármela hasta que me salgan callos en el tronco. A mí, lo único que me interesa de todo esto es ver si puedo hacer algo de guita... Fijate: te dejás un bigote extravagante, cargás un poema en un programa, le das enter, y en poco tiempo te llenás de giles que te van a escuchar y te aplauden en un aula que revienta de gente. Tal vez tenés que tener cuidado con algún que otro juicio, porque algo de eso dijo Chantagián, pero nada más. ¿No es genial?
El Concha me hizo reír. Su inocencia me llegó con la fuerza de la catarsis. Era inmune al escarnio público, y yo admiraba eso de él. De algún modo, nos íbamos haciendo amigos.

domingo, 3 de junio de 2012

Capítulo VIII


Que trata de la asistencia del Concha al Congreso Internacional de Letras y de otras anécdotas dignas de ser referidas en esta infame historia (primera parte)

Quedamos en encontrarnos en Sócrates, el café de la esquina de la Facultad de Filosofía y Letras, el jueves por la mañana. Yo había pedido el  día en el colegio para poder asistir a la mesa en que debía exponer mi ponencia. El Concha no tenía problemas de horarios. A decir verdad, el Concha no tenía ninguno de los problemas que tiene una persona común y corriente. Tenía problemas, eso es claro, pero eran de otra naturaleza.
Yo me encontraba un poco nervioso, como suele acontecerme en ese tipo de eventos. Por primera vez había elegido no leer mi trabajo, sino exponerlo. Esto me había cargado de una ansiedad más intensa que la habitual. Estaba releyendo un resumen de mi exposición cuando lo vi entrar en el café. Advertí, inmediatamente, que traía bajo el cierre del pantalón.
—Eduardito, campeón... —me saludó.
—Hola, Concha. Antes que nada —le dije en voz baja, mientras se sentaba—, tenés abierta la bragueta.
—Sí, ya sé. Se me cagó el cierre la semana pasada. No pasa nada. Mientras no me asome el pingo...
Miré a la mesa de al lado, para ver si lo habían escuchado, pero no.
—No, claro —le dije.
—¿Tenés todo listo, ya?
—Y sí. Ando un poco nervioso, pero creo que va a andar todo bien. Estoy en una mesa con gente conocida. Arranca a las 11:00, según el programa que me dieron.
—A verlo —me dijo.
Le pasé el extenso programa con la información del evento. Se puso a leerlo con atención. Me intrigaba lo que pudiese pensar. Estaba seguro de que en su vida había participado de un congreso de este tipo.
A medida que iba leyendo, su cara se contraía en expresiones de extrañeza, como si estuviera realizando un esfuerzo inaudito por comprender.
—Che, Eduardo ¿esto es joda? Escuchá el título de esta ponencia: “¿Punto seguido o punto y coma? Estudio de caso de las implicancias ideológicas de la pausa en los SMS”
No me interesaba el tema, pero traté de defender a los colegas:
—Calculo que se ocupa del impacto de las nuevas tecnologías en el lenguaje. Habría que ver...
—¿Y esta: “El otro del otro. Máquinas deseantes, (de)construcción y transversalidad genérica en Las aventuras de Tom Sawyer”?
Ahí ya no supe bien qué decirle, porque nunca entendí demasiado el lenguaje de la crítica literaria posestructuralista. Además, la verdad es que tampoco me interesaba demasiado que el Concha les tomara respeto.
—No, ahí no sé muy bien de qué se trata...
Leyó un poco más y dijo:
—Esto me  interesa.
Había señalado una mesa en la que se iba a discutir acerca de El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian. Según el programa, el debate iba a contar con la presencia de su autor, quien leería pasajes de su obra.
—Esa historia la conozco. Es sobre un gaucho. Creo que, de todas las cosas que hay acá, es la única que podría llegar a entender.
No quise decirle nada al Concha, pero el autor de ese texto, un joven escritor, había hecho lo que el título de su libro decía: había puesto en orden alfabético el texto de José Hernández, verso por verso. Eso era, sencillamente, su libro.
—¿Vamos? —me dijo.
Las mesas coincidían, así que le dije que, ni bien terminara la mía, me podía dar una vuelta. Convinimos en que él se quedaría hasta que yo expusiera y luego iría a la de Katchadjian.
Nos quedamos un rato en silencio. Él seguía enfrascado en el programa y yo en el resumen de mi exposición. Después de un rato, le dije:
—Aguantame que voy al baño.
No debo de haber tardado más de cinco minutos, pero cuando salí vi que el Concha estaba hablando con una muchacha rubia, de ojos claros, que tenía pinta de extranjera.
—Acercate, Eduardo. Te presento a Carol. Carol —le dijo a la chica— ji is Eduardo.
Era una yanqui, claramente. De dónde la había sacado, no me pude dar cuenta. Después le preguntaría.
—Eduardo, ¿sabés inglés?
Me la vi venir: hacerle de traductor al Concha era una barbaridad que no estaba dispuesto a cometer. Me sentí egoísta, pero le mentí.
—No, poco y nada.
—Ah, no te hagas problema —me respondió—. Yo algo de maña me doy, puedo traducirte.
Carol había estudiado literatura en EEUU y ahora estaba acá para hacer un curso de español para extranjeros. No hablaba, por el momento, nada de español. Estaba, como nosotros, para el Congreso: una amiga exponía un trabajo y ella había decidido acompañarla.
En un inglés imposible, el Concha inició una conversación con la joven.
—Güi ar frends. Mai frend is a ticher. Ji laik buks. Du iu laik buks?
Mi pronunciación siempre fue mala, pero la suya era inaudita.
—Yes, yes.
—Guot buks?
—I love, especially, Moby Dick.
El Concha puso cara de sorpresa. Se le dibujó una pequeña sonrisa en el rostro que no pude comprender. Se me acercó al oído. Carol lo miraba, inocente.
—Rapidonga, la gringa, ¿eh? —me dijo en voz, baja, mientras la observaba—. No sé qué mierda habrá entendido, pero le pregunté qué libro le gustaba y me respondió que amaba la pija de un tal Moby... Dick es pija en inglés: lo aprendí de las páginas porno.
La miró con picardía y le preguntó:
—It´s long? ¿Es larga?
—Yes, you need some weeks to read it.
—Necesita varias semanas para cabalgarla —me tradujo.
—But...
—Culo...
—But once you start you won´t stop ´till you finish it.
—No la larga hasta acabar, o hasta hacerlo acabar. No, perdón: no la larga hasta que le acaba en el culo. Eso es.
Carol, que no comprendía una palabra, miraba con candidez al Concha.
Se estaba por hacer la hora de la mesa, así que le dije que, si quería, podía quedarse conversando con ella mientras yo iba a exponer mi trabajo.
—Andá yendo —me dijo— que ahora te alcanzo.
Dejé la plata de lo que había consumido y me fui a la mesa. El congreso estaba por comenzar.