Que trata de la asistencia del Concha al Congreso Internacional de
Letras y de otras anécdotas dignas de ser referidas en esta infame historia (tercera
parte)
Mientras nos alejábamos
del aula con rumbo al café de la Facultad le pregunté:
—¿Y con Carol cómo fue?
—Bien, bien —me dijo,
pero en su rostro había algo de decepción—. Entre nosotros: tortilla de papa.
Acompañó sus palabras
con el gesto obsceno de unir pulgares e índices y hacer presión.
—Bajá la mano, Concha
—lo corregí. Y retomando el tema, agregué:— No parecía lesbiana...
—No ¿viste? A mí me lo
dijo y, con lo que me gustan las comezanjas, se me agarrotó la pija. Pero era
calentarse al pedo... Por lo que le entendí, le van todos los menús menos la
carne en barra...
Y con expresión de
lamento, remató:
—Qué desperdicio de
concha, ojete y gomas, por favor... Parece que la mina tijeretea con esa amiga
a la que vino a ver al Congreso.
—¿Tijeretea? —dije
mientras repasaba mentalmente en los sentidos del término en español.
—Hace tijereta,
Eduardo. ¿Dónde mierda vivís?
Y, para graficarme,
volvió con la pedagogía manual. Esta vez hizo dos gestos de tijera con el
índice y el mayor de cada mano, los entrecruzó y comenzó a frotarlos por la
unión. Frotó y frotó y, para terminar de explicarse, empezó a imitar gemidos:
—Ah, ah, qué rica
conchita que tenés, ah. ¿Nos pezoneamos juntas?...
—Basta, Concha: ya
entendí.
Siempre hay que
frenarlo al Concha, siempre, siempre.
Nos sentamos en el
barcito de Puan, que estaba muy concurrido.
—Me dejó mal lo de
Carol, viste. Yo, cuando nos pusimos a charlar en el café, me dije: a ésta la
serrucho hasta sacarle olor a pelo quemado.
—...
—Pero no: comegrieta.
Yo me fapeo casi siempre con videos de tortilleras. Te quiero aclarar, porque
no sé si andás a menudo en página porno...
Se quedó como esperando
una respuesta a la insinuación.
—Son cosas de la vida
privada, Concha.
—Bueno, veo entonces
que conocés del tema. Te decía que las invertidas que aparecen, ponele, en
Poringa, no son las mismas tortas que las de la calle, esas de pelo cortito,
sin teñirse y con cara de ojete. No, son tremendas minas, para nada machonas.
Carol debe de ser de ésas. Tal vez la amiga es de las otras, de las que hacen
del hombre.
Mientras el Concha se
explayaba con su habitual sutileza sobre cuestiones de género, de la mesa de al
lado nos llegaba el rumor de una conversación. Tres jóvenes, claramente ingresantes,
seguían con atención al que más hablaba, que daba la impresión de ser de alguna
agrupación de izquierda de la Facultad. Una típica reunión del militante con
sus contactos, me dije. La escena me trajo imágenes de mis primeros años de
estudiante. También yo había participado de reuniones y, si bien por breve tiempo,
de la euforia de la militancia. De esa escena que transcurría a pocos metros
surgieron en mí, de modo involuntario, un sinnúmero de recuerdos que me
sumieron en un estado tibio de nostalgia y evocación. Y estaba así, tomado por
la reminiscencia, cuando la voz del Concha me hizo volver:
—Magdalenas. ¿Habrá
magdalenas para comer en este bar?
—Creo que sí...
Nos quedamos en
silencio, comiendo magdalenas con café con leche. Las palabras de la mesa de al
lado nos llegaban con claridad:
—Porque hoy, más que
nunca, estamos ante la necesidad de construir un partido obrero que acaudille a
las masas explotadas...
El Concha me dijo por
lo bajo:
—Me parece que acá al
lado hay uno que es comunista...
Me produjo algo de
gracia el comentario, y le expliqué que, en la Facultad, había mucha militancia
de izquierda.
—Escuchá, escuchá —me
interrumpió para seguir más atento la conversación de al lado.
—...una alternativa
verdaderamente clasista, un partido poderoso que sea la voz de los que no
tienen voz...
El Concha se sonreía y
comenzó a imitar, por lo bajo, el discurso:
—...la voz de los que
no tiene voz, pero también los dientes de los que no tienen dientes, para
masticar por ellos la comida y pasarles el bolo...
Le hice señas de que
hablara bajo, no fuera cosa de que nos escucharan y hubiera un malentendido.
—...porque el sistema
—prosiguió el militante— siempre nos ofrece alternativas que, en el fondo, son
lo mismo. Alfonsín y Menem: lo mismo. Duhalde y De la Rúa: son lo mismo...
—... Pepe Pompín y Bugs
Bunny: lo mismo; el Gato con Botas y Garfield: son lo mismo...
El Concha se reía sin
maldad, como un chico.
Traté de desviar su
atención, pero el Concha no quería perder bocado.
—...en los medios,
sobre todo, la figura del joven delincuente. Es decir, se construye al
adolescente de los barrios bajos como estereotipo de criminal. Una compañera,
que milita cerca de una villa, nos cuenta que la cana los para por portación de
cara, sólo por eso...
El Concha se puso serio.
—Este es un pelotudo...
—me dijo.
—¿Por qué decís eso,
Concha? Es cierto que en los medios se construye la figura del joven
delincuente, se los criminaliza sólo por presunción...
El Concha explotó en
una carcajada.
—Pero Eduardo, no seas
gil... Te parecés a un vecino medio mogólico que tengo. Es un pendejo de esos
que hablan —y empezó a imitar— “ehhh, guachíiin, alta yaanta, re-gaaaatooo, alto
guiiisooo”, así, como lo hago yo ahora, empujando la pera para adelante.
Intentalo, fijate que si empujás la pera para adelante te va a salir...
No lo iba a hacer.
—Bueno, este pibe anda
con el atuendo reglamentario de esta gente: ropa deportiva, zapatillas
faroleras, buzo con capucha y gorrita. La capucha, claro, siempre puesta encima
de la gorra. Tiene la jeta toda agujereada con esos piercings que tienen como
una cabeza de alfiler de colores ¿viste? Y lo peor: siempre con un celular de
esos que tienen un parlantito para poner cumbia a todo trapo.
“Bueno, resulta que dos
por tres lo encuentro abajo del edificio al pibito, y un día me comenta al
pasar –porque siempre algo charlamos– que habitualmente lo para la policía. Quilombo
que hay, lo paran a él. Alguien en el subte grita ʻme chorearonʼ, y lo atajan a
él.
“¿Sabés qué pasa,
Corky? le dije. Te paran y te van a seguir parando, porque vos, aunque no
afanás, escuchás música que habla de afanar, te vestís como pibe chorro y
hablás como pibe chorro. Si te vistieras con un traje a rayas blanco y negro y
salieras corriendo por la calle también te van a parar ¿entendés? Si te ponés
un estetoscopio y un ambo, te van a llamar doctor; si te ponés una remera toda
sucia y un pantalón sin cinturón que haga que al agacharte se te vea la raya
del culo, van a pensar que sos mecánico o plomero ¿me seguís?
“Ahora, imaginate que
vengo yo y te digo que me puse portaligas, botas hasta la rodilla y corpiño y
que me fui a caminar por los bosques de Palermo pero que la pasé re-mal, porque
me corrieron para ojetearme y meterme la poronga en la boca... Sería un boludo
¿no?”
El Concha siguió un
buen rato con su explicación. Yo, mientras, me lo imaginaba al pequeño cumbiero
escuchándolo al Concha dar cátedra acerca de, como él recalcaba, las diferencias
entre ser una víctima del prejuicio y del estigma y ser un pelotudo.
Cuando terminó de
explayarse comencé a sentir el cansancio que sigue a un día de nerviosismo. Bostecé
un par de veces. El Congreso había terminado para mí.
Nos fuimos hasta la
parada de subte de la línea A. Viajamos juntos hasta Loria, cuando el Concha se
bajó. Antes de despedirse, me dijo que se había quedado con las ganas de
escuchar una ponencia.
—¿Cuál? —le pregunté.
Ya afuera del subte, sacando
el programa de su bolsillo, me leyó el título:
—“Peteco, petardo,
Pettinato, Pettoruti, Petersburgo: alternancia de eufemismos de la felación en
la cultura popular contemporánea”.
El subte comenzó a
alejarse y el Concha no paraba de reírse. No supe en ese momento –y tampoco
quise corroborar– si se trataba de un fiasco muy elaborado del Concha o de un
síntoma de decadencia de la academia.
Esa noche, debo
confesarlo, me puse frente al espejo del baño, empujé la pera hacia adelante y dije
“alto guiso”. No me pude dormir hasta bien entrada la madrugada.