viernes, 27 de julio de 2012

Capítulo XI



Donde se narra un encuentro con el Concha en el Paseo de la Costa

Después del Congreso, aproveché un fin de semana largo para irme a descansar a las sierras del sur de la provincia de Buenos Aires. Pasear, leer, mirar alguna que otra película: ésas fueron, más o menos, las actividades que realicé en Sierra de la Ventana como para sobreponerme al estrés que impuso a mi vida la academia.
Como siempre que me hago una escapada a la naturaleza, me costó la vuelta a la vida agitada de la urbe porteña. A mi regreso, el único recibimiento fue un típico mensaje en el contestador que me felicitaba por haberme ganado un Chevrolet.
La semana transcurrió más o menos rápidamente, sin nada que contar. Recién el domingo por la mañana sonó mi teléfono. Era el Concha.
—Habla el Vagina, Eduardito. Qué hacés.
—Hola, Concha.
—Hace como una semana que no nos vemos, che.
Mentí:
—Es que me fui unos días y, cuando volví, anduve con muchas cosas, viendo gente, de todo un poco.
—Bien ahí, Eduardito, bien ahí. ¿Mojaste, anoche?
—¿Eh?
—Digo si enterraste la batata, si revolviste algún estofado, si clavaste el puñal de carne, si...
—Ya entendí, Concha. Te vuelvo a decir algo que alguna vez te comenté: hay cosas que forman parte de la vida privada y que...
—Te entiendo, Eduardo: yo tampoco. En fin. Te llamaba por si querés ir hoy a la tarde al Paseo de la Costa, en Vicente López. Me dijeron que se llena de gente: pendejos en patineta, putazos en troller y minas, muchas minas. Las atorrantas patinan en calzas, marcando zorra a pleno. En una de esas, levantamos algo. Y si no, nos vamos bien cargados de recuerdos para una pajita dedicada a la noche. ¿Te va?
Quedamos en encontrarnos cerca de las cuatro en una de las entradas del Carrefour que está sobre Libertador.
El día estaba soleado y la temperatura era agradable, primaveral. Yo había llevado el equipo de mate y nos sentamos en el pasto, cerca de la calle que, como todos los fines de semana, estaba cerrada para el esparcimiento.
—Así vemos en primera línea el desfile de ojetes...
Había, en efecto, muy lindas mujeres en la ribera. Algunas, con cuerpos verdaderamente voluptuosos. El Concha observaba con lascivia.
—Mirá, Eduardo. ¿Ves aquella mina que viene patinando? Tiene problemas en la casa...
Pensé que me hablaba en serio.
—¿Y cómo te diste cuenta?
—No ves que tiene separados los “papitos”.
El Concha se reía solo de sus chistes.
Por lo bajo, cuando pasaba alguna chica, decía barbaridades. Lo hacía por lo bajo, sin riesgo de ser escuchado, pero la posibilidad de que lo oyeran me ponía mal.
—Decime quién te coge que le chupo la verga...
Una patinadora se agachó junto al cordón para ajustarse los patines. El Concha se puso de pie y giró uno de los carteles que decía “Peligro, zanja abierta” hasta que la flecha quedó apuntando a la cola de la chica.
—Bueno, Concha...
Pasó otra mujer patinando y le dijo algo –no llegué a entender del todo– sobre un nuevo desafío de Actimel.
En cuestión de minutos, escuché palabras como plasticola, yogur, leche condensada, crema, juguito del amor y salsa blanca funcionando como sinónimos de... Se entiende.  
—Siempre fui piropeador, yo, desde pendejo —dijo.
Y como queriendo destacar una de las características de su condición, agregó:
—Y no le hago asco a nada: gorda, flaca, rellena, tortilla, pendeja, MILF...
—¿Qué es MILF?
—MILF, Eduardo, Mom I´d Like to Fuck, veterana, vieja puta. A veces no sé dónde mierda vivís...
El Concha siempre se enojaba con mi desconocimiento de ciertas cuestiones que él consideraba básicas.
—Nunca discriminé al piropear, sabés. Pasa una flaca, piropo. Pasa una gorda, piropo. Una vieja con los labios pintados, piropo.
No estaba muy seguro de lo que iba a decir, pero lo dije:
—Hay algo de machismo en eso de decirles cosas a las mujeres, me parece. Sobre todo, si son cosas ordinarias...
Negó con la cabeza, superado.
—No entendés nada, Eduardo. ¿Sabés qué es peor para una mujer que tiene que pasar al lado del camión de la basura o junto a una obra en construcción llena de albañiles con la lengua picante? Pasar y que no le digan nada. Si le gritan algo, va a poner cara de “qué asco” y sigue viaje, pero si no le gritan nada... ¿entendés? Es jodido para una mina no despertar un deseo sucio de un recolector, de un albañil que grita impune desde una viga, de un camionero. Es muy jodido...
“Una vuelta, estaba esperando un colectivo junto a una obra. Mina que pasaba, mina a la que le gritaban algo. Las llamaban por la ropa (eh, vos, calcitas negras; eh, vos, jean apretado) y le largaban el piropo. En un momento, pasaron unas seis o siete minas juntas, amigas. En el medio había una que tenía puesto un vestidito rojo. Rellenita, bien bonita de cara la loca. Medio que se les amontonaron las minas a los de la obra y les dijeron cosas a todas menos a la del vestido. ¿Entendés? No sabés la pena que me dio. No se sintió halagada, ni respetada, ni tratada con dignidad. Se quedó hecha mierda...”
Capté algo de lo que el Concha decía. Era impresentable, pero algo parecido a una verdad deformada brillaba en lo que me contaba.
—Lo pensé un segundo y salí corriendo para dar la vuelta de la manzana y volver a cruzarlas...
—¿Y?
—Y la piropeé como corresponde...
—¡Bien!
—Vestidito rojo, le dije cuando pasó, vení a casa que esa grieta que te salió en la entrepierna te la arreglo con este pomo de enduido.
No quise pensar en la reacción de esa chica, pero el Concha se mostraba satisfecho de su acto.
—Te comento —prosiguió— que las gorditas, a diferencia de las delgadas conchetas, son muy agradecidas con los piropos. Bueno, en general son agradecidas con todo.
—...
—Las gorditas son muy peteras. Eduardo, no me pongas esa cara de no entender un carajo. Se prenden a la tripa como si fuera la última verga que hay en el mundo. No sé, para mí que es como una forma de agradecimiento por bombearlas. Vos les das y ellas te dan. Es un toma y daca, un hoy por ti y mañana por mí. Las flacas, en cambio, son más reacias a la tirada de goma. Yo —me hablaba serio, con cara de estar enunciando una verdad solemne— prefiero una gordita petera a una flaquita estrecha. Pero es mi opinión...
No quise responder a tanta barbaridad junta, especialmente porque su conclusión, en el fondo, iba en contra del modelo de mujer que en nuestra sociedad se promueve como deseable.
Después de estar un buen rato en el lugar, le propuse caminar un poco por el Paseo. A medida que avanzábamos hacia unos puestos de artesanos, nos fue llegando el batir acompasado de tambores que provenía de un lugar donde se había aglomerado algo de gente, de cara al río. Un grupo de alrededor de veinte personas tocaban unos instrumentos que, si no me equivoco, se llaman djembe, en lo que parecía ser un espectáculo callejero de improvisación.
Nos paramos a unos diez metros de donde estaban tocando, porque el sonido era bastante fuerte como para conversar.
—No le falta nada a esta comparsa, eh —dijo el Concha con un tono malicioso.
—¿Por qué lo decís?
—Boludos en cuero con pulserita de Jamaica, pantaloncito ancho a rayas, rasta, mucha rasta, olor a porro, sandalias...
Me irritó la intolerancia del Concha.
—Mirá aquella minita. Ya se tragó el sapo de estos locos y ahora vino a ver si pica algo en el revoleo de jipis. Porque estos son todos jipis. Mejor dicho: neojipis. ¿Te fijaste que andan todos, siempre —y enfatizó el siempre— con una mochila enorme en la espalda? Es como que quieren dar la impresión de que están de paso, de viaje. Van o vienen de Machu Pichu, de México o de cualquier lugar donde se diga chévere. En la mochila no llevan nada, generalmente, salvo esos cosos que usan para hacer malabares que son iguales a las botellas que tenés que chocar con la bola de bowling. ¿Los tenés?
—Sí: se llaman clavas.
—Bien. Si no tienen esos cosos, tiran lo que venga: naranjas, pelotas de tenis llenas de arena y envueltas en cinta, aros...
“Además, y esta es otra característica, si tienen que desplazarse por la ciudad, eligen entre dos opciones. Los más circenses, se calzan arriba de una bicicleta de una sola rueda y van haciendo equilibrio por la avenida. Esos, de paso, en algún semáforo tiran las pelotitas y te manguean monedas por la gilada. Los otros, los que no son tan circenses, tienen una bicicleta de bambú o una bicicleta de fierro pero hecha mierda de vieja. La compraron por dos mangos en una bicicletería o la heredaron de algún abuelo que se cagó muriendo. Como sea, le ponen un cartelito atrás que dice “un auto menos” –el uno con número y el menos con el signo de resta­, siempre– y salen.
—¿Y a vos qué te molesta?
—A mí me chupa bien un huevo, Eduardo.
—No parece...
—Yo hago cualquier cosa con tal de ir tirando, pero no me creo el personaje. Actúo, nomás. Mirá, vamos a hablarle a la minita esa que vino a levantar un jipi para escandalizar al papá.
Y hacia allí nos dirigimos...