domingo, 26 de agosto de 2012

Capítulo XII


Donde se refiere la farsa en la que el Concha se hace pasar por descendiente de un chamán junto con otras mentiras de ocasión

La chica, que contemplaba embelesada al grupo que arrancaba ritmos africanos a los djembe, no se percató de nuestra presencia hasta que el Concha puso en marcha su estrategia: se arrodilló en el suelo, alzó las manos y murmuró algunas palabras antes de besar, con solemnidad, el pasto. Después se acostó boca arriba, juntó las palmas y empezó a hacer unos movimientos con las piernas, como si pedaleara una bicicleta imaginaria. La joven, que hasta hace un momento no tenía ojos más que para los jipis, había comenzado a mirarlo. El Concha, conciente de que había acaparado su atención, se puso de pie, flexionó los codos y comenzó a aletear en círculo durante unos segundos. Una vez que hubo terminado, realizó unas exhalaciones profundas y, como si recién advirtiera que la chica lo miraba, le dijo en un tono misterioso:
—No te asustes. Es una forma de pedir la bendición ¿sabés?
—¿Cómo? —le dijo la chica.
—El ritual que acabo de hacer: es una forma de pedir la bendición para mí y para todos los pachamacos.
La chica lo miró con extrañeza, pero su curiosidad ya había sido aguijoneada.
—¿Qué son los pachamacos?
—¿Te das cuenta, Eduardo? —me dijo de repente, incluyéndome en la conversación—. Si no hacemos algo vamos a perder la conexión divina con la sabiduría de nuestros antepasados. Los pachamacos —dijo dirigiéndose a la muchacha— somos los hijos de la Pachamama. Vos, yo, Eduardo, el gordo aquel que pasa corriendo: todos somos pachamacos. El ritual que acabo de realizar me lo enseñó mi bisabuelo Wiraconcha.
Inmediatamente después de pronunciar ese nombre miró al cielo, cerró los ojos y dijo
—Pachamama Wiraconcha bolivianga zupai.
La chica lo miraba ahora al Concha con la misma expresión que antes a los jipis.
—¿Y eso qué significa?
—Significa: “Wiraconcha vino de la Tierra y a ella volvió”. Es una frase que se dice para honrar a los muertos. En la lengua de mis antepasados —prosiguió el Concha con su farsa— existían dos tipos de expresiones utilizadas para referirse a los muertos: la que acabo de decir, destinada a hombres importantes de la tribu ­–mi bisabuelo fue una especie de chamán entre los suyos–, y otra para los corrientes. Cuando se referían a la muerte de un pachamaco cualquiera decían: “Taragüí shruti, chasqui quilapayún”. La traducción, si es que se puede traducir un contenido tan profundo a nuestra lengua, es más o menos así: “De un polvo venimos, en yerba nos convertimos”. Pero no te quiero molestar con estas cosas sin importancia...
El Concha sabía que la tenía entre sus redes; me indignó un poco ver cómo la manipulaba.
—Lo que me contás me interesa mucho. Es increíble... Yo me leí todos los libros de Castaneda: Las enseñanzas de Don Juan, Una realidad aparte...
Sin conocerlo demasiado al Concha, me di cuenta en el acto de que no tenía idea de quién le hablaba la chica. Sin embargo, respondió:
—Castaneda... sí. Un iluminado, lástima que...
—¿Que qué?
—Lástima que solo alcanzó a ver la punta del iceberg... —respondió. Y como para salir del apuro, antes de que le preguntara algo sobre el tema, agregó:— No te quiero hacer perder tiempo. ¿Tenés idea de dónde se pueden comprar tomates orgánicos?
El rostro de la chica se iluminó:
—¿Consumís productos orgánicos?
—Sí, en lo posible como sólo productos sin agroquímicos, que tanto mal le hacen a la tierra y a nuestro organismo. El otro día compré unos tomates que parecían de granja, pero me parece que estaban medio glifosateados. Se me armó un desorden intestinal que recién pude parar con arroz blanco y pastillas de carbón...
Pese a ser un embaucador profesional, el Concha no dejaba por eso de ser, en el fondo, el Concha.
—Mirá, por acá no sé dónde venden. El lugar más cercano es la estación del Tren de la Costa de San Fernando, los fines de semana. Yo voy siempre a comprar verduras ahí: soy vegana.
Recordé vagamente a Lisa Simpson cuando se enamora del activista ecológico y quiere impresionarlo.
—Buena decisión. Nosotros también. Me presento: yo soy el Concha y mi amigo se llama Eduardo.
Al ver que la chica puso cara rara al escuchar su nombre, el Concha agregó:
—Así me dicen, en realidad. “Concha” era el nombre quechua de una planta medicinal del altiplano...
—Ah... Yo me llamo Griselda.
—Encantado —le dije mientras le daba un beso.
Como no quería quedar pegado a la mentira, comencé a decir que yo, en realidad, no era vegano, pero el Concha me interrumpió:
—Es ovo-lacto vegetariano, pero yo estoy tratando de que radicalice su postura. Lo que pasa es que él, aunque no lo parezca, se deja influenciar mucho por los medios de comunicación. Ve a Pancho Ibáñez en la propaganda, vestido con un delantal blanco elogiando la leche y el Danonino, y él va y compra: tiene miedo de que no se le formen bien los ladrillitos de la vida...
—No hay que presionar —dijo Griselda—. Cada ser evoluciona a su ritmo...
—Sí, claro. Lo que pasa, no sé si alcanzaste a darte cuenta —siguió el Concha— es que Eduardo tiene medio taponado el chakra de la frente. Y ése es justamente el chakra de la iluminación.
—¿Ves los chakras?
—Verlos, verlos... es una manera de decir. Recordá que, como dijo un sabio, lo esencial es invisible a los ojos...
—Me suena esa frase —dijo Griselda—, pero no recuerdo bien de quién es...
Y seguramente tampoco el Concha, a quien  no veía leyendo a Saint-Exupéry. La habría escuchado o leído por ahí y ahora le había encontrado, por fin, utilidad.  Es que el Concha era un trituradora cultural: cualquier cosa que cayera en su órbita (referencias literarias, costumbres, terapias alternativas, prácticas: todo) era reformulada y adaptada en función de su necesidades de manera irreverente y, acaso, monstruosa.
—Allá vienen unos amigos —dijo Griselda señalando a un grupo de ciclistas—. Ahora se los presento.
Montados en bicicletas destartaladas se acercaron unos jóvenes de alrededor de veinte años. Todos respondían más o menos a la descripción que había hecho el Concha de los jipis: rastas, ojotas, morrales cruzados, colores de Jamaica, olor dulzón.
Nos saludamos con los jipis y nos sentamos a conversar en el pasto. El Concha se pronunció contra la instalación de una central eléctrica en el Paseo, así como también contra su transformación en shopping. Se acababa de enterar del tema, es claro, pero se inventó un pasado de activista ecológico que trataré, si me lo permiten, de resumir... (continuará)