domingo, 14 de abril de 2013

Capítulo XVI



Acerca del banquete que el Concha ofreció a la urbana tribu de veganos, vegetarianos y otras yerbas (tercera parte)


Cuando abrí la puerta, el espectáculo no podía ser peor.
El Concha parecía haber usado todos los utensilios de que yo disponía para preparar los platos secretos con que pensaba sorprender a sus nuevos amigos. La mesada estaba completamente ocupada no sólo por los alimentos preparados sino también por los desechos que habían quedado de su elaboración. En apenas dos o tres horas había logrado transformar ese pequeño espacio que yo le había cedido en un antro de mugre y  desorden muy similar al que él habitaba.
Arrodillado en medio de ese caos, estaba el Concha. Pasaba un trapo rejilla a un charco de líquido verde que había en el piso.
—Me asustaste, Eduardo. Pensé que era Griselda.
No le respondí, petrificado como me quedé ante semejante cuadro. Creo que reparó en la expresión de mi rostro porque dijo:
—Quedate tranquilo que después ordeno todo…
Preferí cambiar de tema.
—¿Qué pasó que gritaste? —pregunté.
—Se me fue a la mierda el vaso con el jugo de pasto.
En tono de lamento, agregó:
—Lo que quedó no va a alcanzar…
Tenía muchas cosas para decirle, pero decidí no arruinar la velada.
—¿Querés que te vaya a comprar?
—¿A comprar qué?
—Brotes de trigo, para el jugo…
Cuando le resultaba inconcebible mi modo de pensar o irreductiblemente ajeno al suyo, pronunciaba mi nombre enfatizando la “r”.
—Pero, Eduarrrdo ¿sos boludo, vos?
A mí, acostumbrado como ya estaba a su trato algo rudo, me resultaba más chocante ese estirarse en su boca de la vibrante que el “boludo” con que solía completar la frase.
—Qué brotes ni brotes, Eduardo. El jugo de pasto poronga ese que se van a tomar los jipis lo estaba preparando con unos yuyos que estuve juntando al lado de las vías, en la estación Caballito del Sarmiento. Toda la historieta esa de lo orgánico sale un huevo, creeme. No vale la pena…
En la mesada quedaban restos de hierbas que había recolectado. Algunas briznas estaban claramente afectadas por restos de grasa, aceite o algún tipo de hidrocarburo.
—Ésas son las que no sirven —aclaró—. Lavé el pasto antes de preparar el juguito, Eduardo. No te vayas a creer que soy tan hijo de puta…
—No…
—…como para mandarte esa mugre en la jarra de la pimer.
—Ajá.
En un momento, cuando escurría el líquido verdoso en la pileta de los platos, dijo:
—¡Ya sé! Lechuga. ¿Tenés lechuga? Cómo no me di cuenta antes. Podía haber comprado lechuga y no andar juntando yuyos para el jugo.
—No me quedó.
—¿Achicoria, radicheta?
—Tampoco —dije negando con la cabeza.
Se quedó un momento pensativo. Luego, un brillo en sus ojos anticipó la barbaridad que soltó:
—Traé el potus, Eduardo.
—¡¿Qué?!
—El potus, Eduardo, la planta que tenés en la biblioteca.
No lo podía creer.
—No lo vamos a hacer todo jugo —aclaró—: sólo algunas hojas.
Me negué. Insistió. Tomalo como una poda sanitaria, dijo.
—¿Y si se intoxican? —le pregunté.
—No les va a pasar nada. Nada que un par de pedos o diarrea mañana temprano no puedan resolver. Igual —agregó mientras yo iba, como siempre, a cumplir sus órdenes—, vos no lo tomes. Por las dudas ¿viste?
Cuando aparecí en el living, los chicos ya había armado un cigarrillo de marihuana y estaban fumando.
—El Concha no quiere que la planta respire el humo de otra planta —les dije mientras llevaba el potus a la cocina.
La mentira me salió en el momento. Acaso –pero esto lo pienso ahora, mucho después de que estas cosas pasaran– había comenzado a adoptar la actitud embustera del Concha.
En un par de minutos, el Concha reapareció en el living con una bandeja y tres vasos.
—Y vos ¿no vas a tomar? —le preguntó Griselda.
—No, no. Yo...
Y se quedó sin saber cómo continuar. En un segundo, escapó corriendo hacia adelante:
—Pasa que estoy practicando orinoterapia. Y no es conveniente mezclar terapias. Pasa como con el alcohol: la mezcla mata.
—¿Tomás meo? —preguntó uno de los jipis.
—Solamente el primero de la mañana. Pero no el primer chorro, que sale impuro...
Griselda puso cara de asco.
—¿Es bueno eso? —le preguntó.
—Terapias, terapias alternativas. Yo hace años que no me resfrío, por ejemplo. Tampoco tomo esas vitaminas como el amoxidal.
—No sé si les llegó a contar —agregó Hugo, ya enturbiado por el cannabis—, pero hace cagoterapia. En el desayuno, unta las tostadas con un sorete y... ¡adentro!
Se reía con los ojos vidriosos al hablar. El resto festejó la broma.
—Es un ignorante —se defendió el Concha.
Yo contemplaba la escena inverosímil que acontecía en mi casa. Después de que todos hubiesen tomado el brebaje de potus, el Concha anunció.
—Ahora les traigo la comida.
Y diciendo esto fue a la cocina y reapareció con una fuente y algunas cazuelas.
—Huele bien —dijo uno de los jipis, pasado de droga.
—Son lomitos de seitán y carne vegetal con arroz yamaní en una salsa de tomate y calabaza. Todo orgánico, como corresponde. También van a encontrar unos trocitos de tofu, cortados en cubito.
Los jipis veganos, esa noche, degustaron la paella de mondongo y tomate en lata que el Concha preparó a las apuradas, sin mucho criterio. Tenía, es verdad, algo de tofu. Me lo dijo el Concha, aclarando que en el barrio chino se conseguía por dos mangos. El sabor de unos cubitos Knorr de verdura y carne no levantó la menor sospecha entre esa juventud que alucinaba menos por la marihuana que por el aura mística con que el Concha había logrado envolverlos.
Después de cenar, armaron otro porro que hicieron circular en la ronda y el Concha se explayó como sigue. 

sábado, 16 de marzo de 2013

Capítulo XV



Acerca del banquete que el Concha ofreció a la urbana tribu de veganos, vegetarianos y otras yerbas (segunda parte)

Cerca de las nueve sonó el timbre. Era Griselda y estaba acompañada por dos de sus amigos: Pablo y Damián. Como era de esperarse, vinieron en bicicleta.
—¿Y los otros? —pregunté mientras acomodábamos las bicis en el ascensor.
—No van a poder venir hoy —dijo—. Les adelantaron para esta noche la clase de un curso que están realizando sobre terapia floral, bioenergía y memoria celular. No pueden faltar…
—Ajá —dije, pero no pregunté de qué se trataba todo eso.
Mi cara, sin embargo, debió de parecer que pedía algún tipo de explicación, porque Griselda dijo:
—Se trata de una serie prácticas y enfoques alternativos para tratar dolencias y malestares. Algo muy holístico, integral. El Concha seguro que conoce…
Seguramente, tenía razón: el Concha parecía estar al tanto de este tipo de actividades, aunque no creyera en ellas en absoluto.
Cuando llegamos a mi piso, el Concha nos estaba esperando con la puerta abierta.
—Adelante, adelante, pónganse cómodos —dijo—. Siéntanse como en su casa.
Señalando las bicicletas, agregó:
 —Acomoden el ecovehículo por acá…
—Gracias…
Mientras los recién llegados terminaban de acomodarse, el Concha tomó un sahumerio que había traído consigo y lo encendió. Como vi que no sabía dónde ponerlo, le señalé una maceta con un potus que solía tener en uno de los estantes de la biblioteca. El Concha me pasó el sahumerio y una vez que se hubo cerciorado de haber captado la atención de los presentes, tomó entre sus manos la maceta, la besó, besó el potus, se paró en un solo pie y, con la maceta levantada sobre su cabeza, murmuró algunas palabras que me sonaron a “Guanajuato pachanga” o algo por el estilo.
—Un viejo ritual de mis ancestros —declaró con tan hipócrita mueca de seriedad que me indignó—. Acá también está la Pachamama…—dijo, señalando la maceta con el potus.
Todos parecieron aprobar su actitud.
Sin ser un crítico de aromas, me resultó evidente que el sahumerio que el Concha acababa de plantar en la maceta era de pésima calidad. El hilo de humo que se levantó de su brasa envolvió la atmósfera en un olor pesado, ente dulzón y ácido, que me traía reminiscencias de pachuli, leña verde y bosta de vaca carbonizada.
Después de su gesto místico, llamó a Hugo, que todavía estaba en la cocina, y lo presentó:
—Este es un viejo amigo. Pueden llamarlo Viti. Eso que le ven en la cara, y que seguramente les produce asco o miedo por peligro de contagio, es nada menos que un mandala.
—¿No se llama vitiligo? —preguntó Pablo.
—Se llama vitiligo según la medicina tradicional occidental, si es que a ese conjunto de saberes esquemáticos se le puede llamar medicina —aclaro—, del igual modo que al mismo lamparón el pueblo lo llama antojo o frutilla.
Hugo saludó a los presentes, algo molesto por la insistencia del Concha con su mancha de nacimiento. Cuando le llegó el turno de darle un beso a Griselda, no pudo disimular una mirada lujuriosa a sus senos.
—Vigilalo al gordo boludo este —me dijo el Concha por lo bajo al oído—, que me parece que se alzó con Griselda. Prestale atención al tema de las muletillas…
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque el gordo, cuando se excita, entra a “muletear” a lo loco.
Me incomodó saber eso; máxime teniendo en cuenta que, poco antes, Hugo me había conversado utilizando una andanada de latiguillos.
—Mira: ahí lo tenés —dijo el Concha.
Hugo, atraído por las curvas de Griselda, ya le lanzaba  un “como te digo una cosa, te digo la otra” completamente fuera de contexto, ya que Griselda, simplemente, le había preguntado si estudiaba o trabajaba.
—Bueno, bueno, gente —intervino el Concha—. Siéntese acá en el piso, en estos almohadones. ¿Quién quiere wheatgrass?
—¿Hay wheatgrass? —preguntó Griselda con el rostro iluminado.
—Por supuesto —dijo el Concha con su cara más fraudulenta.
—Perdón —dije— ¿qué es eso?
—Explicale, Griselda, que yo voy a buscar la jarra a la heladera.
—Esperá —dijo Griselda— Te acompaño…
—No, no —respondió, serio, el Concha—. Hoy soy yo quien los agasaja; nadie más que yo se va a ocupar de la comida y la bebida…
Griselda aceptó la respuesta sin sospechar. Yo, en cambio, comprendí que en la cocina se ocultaban evidencias que darían por tierra con el engaño que el Concha había puesto en marcha desde el día anterior.
Antes de abandonar el living, preguntó:
—¿Todos quieren?
—Sí —dijeron Griselda y sus amigos.
Hugo, en cambio respondió:
—Yo paso...
Evidentemente, tenía muy claro con quién estaba tratando.
—El wheatgrass —comenzó a explicarme Griselda cuando el Concha cerró tras de sí la puerta de la cocina— es una bebida de última moda en el mundo del veganismo y naturismo. Se prepara en base a brotes de trigo provenientes de cultivos orgánicos.
—Qué interesante… —dije.
—Tiene un montón de propiedades saludables: es rico en minerales, antioxidantes, fitoesteroles…
Me llamó la atención, recuerdo, que conociera tanto del tema.
De la cocina me llegó el ruido de la minipimer.
—Se hace en el momento de beberlo, para que no pierda sus propiedades.
—Qué interesante…
De la cocina llegó, algo débil por el sonido de la procesadora, un eco del Concha:
—La re-puta madre que los re-mil parió…
Preocupado, me excusé ante Griselda:
—Pese a lo que haya dicho el Concha, yo voy a hacer también un poco de anfitrión. Esta, en definitiva, es mi casa.
Esto último lo dije como si efectivamente necesitara recordármelo, inmerso como estaba en medio de tanto gesto avasallante del Concha.
—No tardo —dije y me encaminé a la cocina.
(Continuará)

domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo XIV


Acerca del banquete que el Concha ofreció a la urbana tribu de veganos, vegetarianos y otras yerbas (primera parte)


Hacía no más de dos semanas que en mi vida había aparecido un individuo del que desconocía el verdadero nombre, que me avergonzaba en público y del cual, pese a todo, no podía tomar distancia. El Concha me sublevaba tanto como me atraía y en esta dualidad del sentimiento se jugaba la intensidad de mi relación con él.
¿Quién era el Concha? ¿Cómo definirlo? Me hacía estas preguntas mientras esperaba que se presentara en mi casa como anfitrión de una velada con sus nuevos amigos naturistas. Aunque me resultaba casi imposible dar respuesta a estos interrogantes comprendía que no era el Concha, empero, un sujeto  irreductible a todo lo conocido.
En efecto, poco tiempo atrás había visto unas películas cuyos personajes me remitían, en algunos aspectos, a él: Hescher, de quien parecía haber tomado la irreverencia y ese estilo por momentos avasallante de relacionarse con el otro; Borat, con quien compartía todos los tópicos de la incorrección política y moral; El hombre de al lado, arquetipo de la falta de sentido de la ubicación pero también –y en esto el Concha lo superaba– de un modo desinhibido de pasearse por el mundo. ¿Qué tienen en común por separado, me preguntaba, cada una de esas películas? Nada, absolutamente nada. Sin embargo, y a partir de la existencia del Concha, surge entre ellas un vínculo que no sería evidente sin él –como si la aparición del Concha en el mundo se constituyera en un punto desde el cual fuese posible percibir conexiones que su ausencia nos impediría descubrir–.
(Releo lo escrito y, además del tono pretendidamente filosófico que rezuma la prosa,  dos cosas me avergüenzan. En primer lugar, comprendo que si efectivamente es verdad que el Concha puede compararse con los personajes de esas películas, eso implica también que yo, a su lado, soy parangonable al viudo de Hescher, al compañero obeso de Borat y al arquitecto afectado e impotente de El hombre de al lado. En segundo lugar –y calculo que cualquier hipotético lector de estas páginas que haya atravesado la carrera de Letras lo habrá deducido– la reflexión acerca de que la existencia del Concha es lo que permite ver la relación entre relatos que aparentan no tener nada en común es la aplicación a mi nuevo amigo de la teoría con que Borges se refiere, en un breve trabajo crítico, a Kafka).
Pensé en un título que resumiera mis reflexiones y me vino a la mente “El Concha y sus precursores”. Afortunadamente, un timbre sanitario interrumpió la deriva bochornosa que habían tomado mis reflexiones.
Era él.
—Bajá a ayudarme, Eduardito, que traigo de todo.
—Ahí bajo —le dije por el portero.
Cuando salí del ascensor vi que el Concha estaba acompañado. No me había avisado que vendría con alguien, pero yo ya estaba acostumbrado a no ser tenido en cuenta por él en decisiones que me involucraran.
Se trataba de un muchacho de unos veinticinco años, tardíamente picado por el acné y algo obeso. Pelirrojo anaranjado, su pelo evidenciaba la grasitud brillosa de alguien desaseado. Tenía puestas unas bermudas a cuadros, ojotas y una remera que no alcanzaba a cubrir su panza abultada y rolliza. Lo más llamativo de su figura era, sin embargo, una mancha de pigmentación de esas que se tienen de nacimiento que le atravesaba la mitad del rostro. Pensé en las atrocidades que debía de haberle dicho el Concha a ese joven al momento de verlo por primera vez.
—Hola —saludé.
No me había equivocado en lo del baño: el desconocido venía envuelto en un denso olor a transpiración.
Cuando el Concha me lo presentó confirmé el presentimiento que había tenido al ver la falta de pigmento:
—Eduardo, te presento a un amigo que vive en el departamento de al lado de casa: el gordo “Vitiligo”. El sobrenombre se lo puse yo: esa salpicadura (yo le digo lechazo, en realidad) —me aclaró— que tiene en la cara se llama así…
—¿En serio? —ironicé.
—Sí. Le podés decir “Vitiligo” o “Viti”, como prefieras.
—En realidad, me gustaría llamarlo por el nombre —dije— ¿Cómo te llamás? —le pregunté al joven.
—Hugo.
—Hola, Hugo, yo soy Eduardo.
—Aunque no lo creas —intervino el Concha retomando la cuestión del pigmento—, nació con esa malformación en el medio de la jeta.
—No es malformación, Concha y la argolla vaginuda de tu vieja ensartada en un cogedero público —protestó Hugo haciendo gala por primera vez de un malhablar profesional.
—Bueno, gordo, tranquilo. Malformación, discapacidad, mancha loca: decile como quieras.
Hugo bufó.
—Tocale acá, Eduardo —continuó el Concha mientras señalaba una franja del rostro de Hugo —, tocale.
Le hice gesto negativo, algo irritado por la falta de respeto.
—Ehhh, qué desconfiado, Eduardo —siguió—. Te digo que no contagia ni mancha. Mirá…
Y diciendo esto se chupó el dedo pulgar y comenzó a frotar el rostro del Hugo quien, para defenderse del ultraje, tiró un manotazo a la zona genital del Concha.
—¡No! —gritó el Concha antes de comenzar a reírse por las cosquillas obscenas.
—Chiflá o no te suelto —le dijo Hugo mientras lo sostenía con una mano y con la otra le serpenteaba en su entrepierna.
Algunas personas que acertaban a pasar por la calle contemplaban la escena con incredulidad.
—Chiflá, Concha, chiflá.
El Concha se arqueaba, dominado por las cosquillas, sin poder soltarse. De a ratos intentaba chiflar, pero la risa le deformaba la boca y apenas alcanzaba a soplar en vano.
—Nunca lo logró, nunca —me aclaró el gordo en medio del desafío antes de liberarlo, ya sin aire de tanto reír.
Una señora pasó haciendo gestos de negación con la cabeza.
—Una vez —dijo el gordo después de soltarlo— se llegó a mear. Con eso te digo todo…
“Con eso te digo todo”: esa fue la primera vez que escuché de boca de Hugo una de sus frases-muletilla con las que solía adornar su discurso.
—Ayudanos con esto, Eduardo —dijo el Concha señalando las bolsas que había acarreado.
Subimos.
Cuando entramos al departamento y comenzamos a poner los productos sobre la mesada vi que más de uno no se correspondía con una dieta vegana y orgánica.
—¿Qué es esto, Concha? —le dije apuntando a una bolsa.
—Eso es mondongo.
—Ya sé lo que es, lo que te pregunto es qué pensás hacer con eso. No es producto vegano…
—Pero ya sé, Eduardo —dijo el Concha—. El tema es que esa dieta es medio cara y yo ando algo corto de guita…
—Entonces…
—Entonces compré algunas cosas veganas y otras baratas, nada más… No vas a ser tan pelotudo de levantar la perdiz ¿no?
—Se van a dar cuenta, Concha…
—No se van a dar cuenta, Eduardo.
En el fondo, yo tampoco pensaba que se fueran a dar cuenta. El Concha no era un embustero amateur sino todo un experto.
Decidí dejarlo solo en la cocina mientras me puse a ordenar la casa. Hugo me siguió.
—¿A qué te dedicás, Hugo?
—Estoy sin laburo —me dijo mientras se escarbaba la nariz.
—Ajá…
—Vivo con mi vieja, que es pensionada.
Muy bien, Ignatius Reilly, pensé.
Resultado del escarbe, un moco oscuro quedó prendido de su dedo índice. Lo miró un segundo antes de comenzar a hacerlo bolita.
—Así que si sabés de algo —continuó—, avisame. Cualquier cosa, cualquiera hago. ¿Me entendés lo que te quiero decir?
—Sí, sí —le dije aun sabiendo que las muletillas no esperan respuesta.
Haciendo un juego de presión entre el pulgar y el índice, Hugo catapultó la bola de moco por una de las ventanas que da a la calle.
—Lo último que hice —continuó— fue laburar en un sex-shop vendiendo dildos.
—Dildos… —repetí no por desconocer su significado sino por la sorpresa de escuchar ese término en boca de un sujeto apodado Vitiligo.
—Sí: porongas de goma, consoladores. ¿Me entendés lo que te quiero decir?
—Sí, sí.
—Pero era una de putos y viejas alzadas que para qué contarte…
—Me imagino… Qué jodido…
—Si querés te digo que no, si querés te digo que no. Pero si te digo te miento. ¿Me entendés lo que te quiero decir? No sé si me explico…
Las muletillas y latiguillos habían colonizado el habla de Hugo de una manera nunca vista. De todo el fárrago de su conversación apenas podían extraerse algún que otro elemento comunicativo; el resto eran puras frases hechas de relleno.
—¿Tenés paté, Eduardo? —gritó el Concha desde la cocina.
—En la puerta de la heladera —dije pensando en los veganos.
Mientras ordenaba el living –Hugo permaneció sentado en el sillón todo el tiempo– miré la hora. Faltaba todavía un rato para que comenzaran a caer los invitados.
(Continuará)