domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo XIV


Acerca del banquete que el Concha ofreció a la urbana tribu de veganos, vegetarianos y otras yerbas (primera parte)


Hacía no más de dos semanas que en mi vida había aparecido un individuo del que desconocía el verdadero nombre, que me avergonzaba en público y del cual, pese a todo, no podía tomar distancia. El Concha me sublevaba tanto como me atraía y en esta dualidad del sentimiento se jugaba la intensidad de mi relación con él.
¿Quién era el Concha? ¿Cómo definirlo? Me hacía estas preguntas mientras esperaba que se presentara en mi casa como anfitrión de una velada con sus nuevos amigos naturistas. Aunque me resultaba casi imposible dar respuesta a estos interrogantes comprendía que no era el Concha, empero, un sujeto  irreductible a todo lo conocido.
En efecto, poco tiempo atrás había visto unas películas cuyos personajes me remitían, en algunos aspectos, a él: Hescher, de quien parecía haber tomado la irreverencia y ese estilo por momentos avasallante de relacionarse con el otro; Borat, con quien compartía todos los tópicos de la incorrección política y moral; El hombre de al lado, arquetipo de la falta de sentido de la ubicación pero también –y en esto el Concha lo superaba– de un modo desinhibido de pasearse por el mundo. ¿Qué tienen en común por separado, me preguntaba, cada una de esas películas? Nada, absolutamente nada. Sin embargo, y a partir de la existencia del Concha, surge entre ellas un vínculo que no sería evidente sin él –como si la aparición del Concha en el mundo se constituyera en un punto desde el cual fuese posible percibir conexiones que su ausencia nos impediría descubrir–.
(Releo lo escrito y, además del tono pretendidamente filosófico que rezuma la prosa,  dos cosas me avergüenzan. En primer lugar, comprendo que si efectivamente es verdad que el Concha puede compararse con los personajes de esas películas, eso implica también que yo, a su lado, soy parangonable al viudo de Hescher, al compañero obeso de Borat y al arquitecto afectado e impotente de El hombre de al lado. En segundo lugar –y calculo que cualquier hipotético lector de estas páginas que haya atravesado la carrera de Letras lo habrá deducido– la reflexión acerca de que la existencia del Concha es lo que permite ver la relación entre relatos que aparentan no tener nada en común es la aplicación a mi nuevo amigo de la teoría con que Borges se refiere, en un breve trabajo crítico, a Kafka).
Pensé en un título que resumiera mis reflexiones y me vino a la mente “El Concha y sus precursores”. Afortunadamente, un timbre sanitario interrumpió la deriva bochornosa que habían tomado mis reflexiones.
Era él.
—Bajá a ayudarme, Eduardito, que traigo de todo.
—Ahí bajo —le dije por el portero.
Cuando salí del ascensor vi que el Concha estaba acompañado. No me había avisado que vendría con alguien, pero yo ya estaba acostumbrado a no ser tenido en cuenta por él en decisiones que me involucraran.
Se trataba de un muchacho de unos veinticinco años, tardíamente picado por el acné y algo obeso. Pelirrojo anaranjado, su pelo evidenciaba la grasitud brillosa de alguien desaseado. Tenía puestas unas bermudas a cuadros, ojotas y una remera que no alcanzaba a cubrir su panza abultada y rolliza. Lo más llamativo de su figura era, sin embargo, una mancha de pigmentación de esas que se tienen de nacimiento que le atravesaba la mitad del rostro. Pensé en las atrocidades que debía de haberle dicho el Concha a ese joven al momento de verlo por primera vez.
—Hola —saludé.
No me había equivocado en lo del baño: el desconocido venía envuelto en un denso olor a transpiración.
Cuando el Concha me lo presentó confirmé el presentimiento que había tenido al ver la falta de pigmento:
—Eduardo, te presento a un amigo que vive en el departamento de al lado de casa: el gordo “Vitiligo”. El sobrenombre se lo puse yo: esa salpicadura (yo le digo lechazo, en realidad) —me aclaró— que tiene en la cara se llama así…
—¿En serio? —ironicé.
—Sí. Le podés decir “Vitiligo” o “Viti”, como prefieras.
—En realidad, me gustaría llamarlo por el nombre —dije— ¿Cómo te llamás? —le pregunté al joven.
—Hugo.
—Hola, Hugo, yo soy Eduardo.
—Aunque no lo creas —intervino el Concha retomando la cuestión del pigmento—, nació con esa malformación en el medio de la jeta.
—No es malformación, Concha y la argolla vaginuda de tu vieja ensartada en un cogedero público —protestó Hugo haciendo gala por primera vez de un malhablar profesional.
—Bueno, gordo, tranquilo. Malformación, discapacidad, mancha loca: decile como quieras.
Hugo bufó.
—Tocale acá, Eduardo —continuó el Concha mientras señalaba una franja del rostro de Hugo —, tocale.
Le hice gesto negativo, algo irritado por la falta de respeto.
—Ehhh, qué desconfiado, Eduardo —siguió—. Te digo que no contagia ni mancha. Mirá…
Y diciendo esto se chupó el dedo pulgar y comenzó a frotar el rostro del Hugo quien, para defenderse del ultraje, tiró un manotazo a la zona genital del Concha.
—¡No! —gritó el Concha antes de comenzar a reírse por las cosquillas obscenas.
—Chiflá o no te suelto —le dijo Hugo mientras lo sostenía con una mano y con la otra le serpenteaba en su entrepierna.
Algunas personas que acertaban a pasar por la calle contemplaban la escena con incredulidad.
—Chiflá, Concha, chiflá.
El Concha se arqueaba, dominado por las cosquillas, sin poder soltarse. De a ratos intentaba chiflar, pero la risa le deformaba la boca y apenas alcanzaba a soplar en vano.
—Nunca lo logró, nunca —me aclaró el gordo en medio del desafío antes de liberarlo, ya sin aire de tanto reír.
Una señora pasó haciendo gestos de negación con la cabeza.
—Una vez —dijo el gordo después de soltarlo— se llegó a mear. Con eso te digo todo…
“Con eso te digo todo”: esa fue la primera vez que escuché de boca de Hugo una de sus frases-muletilla con las que solía adornar su discurso.
—Ayudanos con esto, Eduardo —dijo el Concha señalando las bolsas que había acarreado.
Subimos.
Cuando entramos al departamento y comenzamos a poner los productos sobre la mesada vi que más de uno no se correspondía con una dieta vegana y orgánica.
—¿Qué es esto, Concha? —le dije apuntando a una bolsa.
—Eso es mondongo.
—Ya sé lo que es, lo que te pregunto es qué pensás hacer con eso. No es producto vegano…
—Pero ya sé, Eduardo —dijo el Concha—. El tema es que esa dieta es medio cara y yo ando algo corto de guita…
—Entonces…
—Entonces compré algunas cosas veganas y otras baratas, nada más… No vas a ser tan pelotudo de levantar la perdiz ¿no?
—Se van a dar cuenta, Concha…
—No se van a dar cuenta, Eduardo.
En el fondo, yo tampoco pensaba que se fueran a dar cuenta. El Concha no era un embustero amateur sino todo un experto.
Decidí dejarlo solo en la cocina mientras me puse a ordenar la casa. Hugo me siguió.
—¿A qué te dedicás, Hugo?
—Estoy sin laburo —me dijo mientras se escarbaba la nariz.
—Ajá…
—Vivo con mi vieja, que es pensionada.
Muy bien, Ignatius Reilly, pensé.
Resultado del escarbe, un moco oscuro quedó prendido de su dedo índice. Lo miró un segundo antes de comenzar a hacerlo bolita.
—Así que si sabés de algo —continuó—, avisame. Cualquier cosa, cualquiera hago. ¿Me entendés lo que te quiero decir?
—Sí, sí —le dije aun sabiendo que las muletillas no esperan respuesta.
Haciendo un juego de presión entre el pulgar y el índice, Hugo catapultó la bola de moco por una de las ventanas que da a la calle.
—Lo último que hice —continuó— fue laburar en un sex-shop vendiendo dildos.
—Dildos… —repetí no por desconocer su significado sino por la sorpresa de escuchar ese término en boca de un sujeto apodado Vitiligo.
—Sí: porongas de goma, consoladores. ¿Me entendés lo que te quiero decir?
—Sí, sí.
—Pero era una de putos y viejas alzadas que para qué contarte…
—Me imagino… Qué jodido…
—Si querés te digo que no, si querés te digo que no. Pero si te digo te miento. ¿Me entendés lo que te quiero decir? No sé si me explico…
Las muletillas y latiguillos habían colonizado el habla de Hugo de una manera nunca vista. De todo el fárrago de su conversación apenas podían extraerse algún que otro elemento comunicativo; el resto eran puras frases hechas de relleno.
—¿Tenés paté, Eduardo? —gritó el Concha desde la cocina.
—En la puerta de la heladera —dije pensando en los veganos.
Mientras ordenaba el living –Hugo permaneció sentado en el sillón todo el tiempo– miré la hora. Faltaba todavía un rato para que comenzaran a caer los invitados.
(Continuará)