Acerca del banquete que el Concha ofreció a la urbana tribu de veganos,
vegetarianos y otras yerbas (primera parte)
Hacía no más de dos
semanas que en mi vida había aparecido un individuo del que desconocía el
verdadero nombre, que me avergonzaba en público y del cual, pese a todo, no
podía tomar distancia. El Concha me sublevaba tanto como me atraía y en esta
dualidad del sentimiento se jugaba la intensidad de mi relación con él.
¿Quién era el Concha? ¿Cómo
definirlo? Me hacía estas preguntas mientras esperaba que se presentara en mi
casa como anfitrión de una velada con sus nuevos amigos naturistas. Aunque me
resultaba casi imposible dar respuesta a estos interrogantes comprendía que no
era el Concha, empero, un sujeto
irreductible a todo lo conocido.
En efecto, poco tiempo
atrás había visto unas películas cuyos personajes me remitían, en algunos
aspectos, a él: Hescher, de quien
parecía haber tomado la irreverencia y ese estilo por momentos avasallante de
relacionarse con el otro; Borat, con
quien compartía todos los tópicos de la incorrección política y moral; El hombre de al lado, arquetipo de la falta
de sentido de la ubicación pero también –y en esto el Concha lo superaba– de un
modo desinhibido de pasearse por el mundo. ¿Qué tienen en común por separado,
me preguntaba, cada una de esas películas? Nada, absolutamente nada. Sin
embargo, y a partir de la existencia del Concha, surge entre ellas un vínculo
que no sería evidente sin él –como si la aparición del Concha en el mundo se
constituyera en un punto desde el cual fuese posible percibir conexiones que su
ausencia nos impediría descubrir–.
(Releo lo escrito y,
además del tono pretendidamente filosófico que rezuma la prosa, dos cosas me avergüenzan. En primer lugar,
comprendo que si efectivamente es verdad que el Concha puede compararse con los
personajes de esas películas, eso implica
también que yo, a su lado, soy parangonable al viudo de Hescher, al compañero obeso de Borat
y al arquitecto afectado e impotente de El
hombre de al lado. En segundo lugar –y calculo que cualquier hipotético
lector de estas páginas que haya atravesado la carrera de Letras lo habrá
deducido– la reflexión acerca de que la existencia del Concha es lo que permite
ver la relación entre relatos que aparentan no tener nada en común es la
aplicación a mi nuevo amigo de la teoría con que Borges se refiere, en un breve
trabajo crítico, a Kafka).
Pensé en un título que
resumiera mis reflexiones y me vino a la mente “El Concha y sus precursores”.
Afortunadamente, un timbre sanitario interrumpió la deriva bochornosa que
habían tomado mis reflexiones.
Era él.
—Bajá a ayudarme,
Eduardito, que traigo de todo.
—Ahí bajo —le dije por
el portero.
Cuando salí del
ascensor vi que el Concha estaba acompañado. No me había avisado que vendría
con alguien, pero yo ya estaba acostumbrado a no ser tenido en cuenta por él en
decisiones que me involucraran.
Se trataba de un
muchacho de unos veinticinco años, tardíamente picado por el acné y algo obeso.
Pelirrojo anaranjado, su pelo evidenciaba la grasitud brillosa de alguien desaseado.
Tenía puestas unas bermudas a cuadros, ojotas y una remera que no alcanzaba a
cubrir su panza abultada y rolliza. Lo más llamativo de su figura era, sin
embargo, una mancha de pigmentación de esas que se tienen de nacimiento que le
atravesaba la mitad del rostro. Pensé en las atrocidades que debía de haberle
dicho el Concha a ese joven al momento de verlo por primera vez.
—Hola —saludé.
No me había equivocado
en lo del baño: el desconocido venía envuelto en un denso olor a transpiración.
Cuando el Concha me lo
presentó confirmé el presentimiento que había tenido al ver la falta de
pigmento:
—Eduardo, te presento a
un amigo que vive en el departamento de al lado de casa: el gordo “Vitiligo”. El
sobrenombre se lo puse yo: esa salpicadura (yo le digo lechazo, en realidad)
—me aclaró— que tiene en la cara se llama así…
—¿En serio? —ironicé.
—Sí. Le podés decir “Vitiligo”
o “Viti”, como prefieras.
—En realidad, me
gustaría llamarlo por el nombre —dije— ¿Cómo te llamás? —le pregunté al joven.
—Hugo.
—Hola, Hugo, yo soy
Eduardo.
—Aunque no lo creas —intervino
el Concha retomando la cuestión del pigmento—, nació con esa malformación en el
medio de la jeta.
—No es malformación,
Concha y la argolla vaginuda de tu vieja ensartada en un cogedero público —protestó
Hugo haciendo gala por primera vez de un malhablar profesional.
—Bueno, gordo,
tranquilo. Malformación, discapacidad, mancha loca: decile como quieras.
Hugo bufó.
—Tocale acá, Eduardo
—continuó el Concha mientras señalaba una franja del rostro de Hugo —,
tocale.
Le hice gesto negativo,
algo irritado por la falta de respeto.
—Ehhh, qué desconfiado,
Eduardo —siguió—. Te digo que no contagia ni mancha. Mirá…
Y diciendo esto se
chupó el dedo pulgar y comenzó a frotar el rostro del Hugo quien, para
defenderse del ultraje, tiró un manotazo a la zona genital del Concha.
—¡No! —gritó el Concha
antes de comenzar a reírse por las cosquillas obscenas.
—Chiflá o no te suelto
—le dijo Hugo mientras lo sostenía con una mano y con la otra le serpenteaba en
su entrepierna.
Algunas personas que
acertaban a pasar por la calle contemplaban la escena con incredulidad.
—Chiflá, Concha,
chiflá.
El Concha se arqueaba,
dominado por las cosquillas, sin poder soltarse. De a ratos intentaba chiflar, pero
la risa le deformaba la boca y apenas alcanzaba a soplar en vano.
—Nunca lo logró, nunca
—me aclaró el gordo en medio del desafío antes de liberarlo, ya sin aire de
tanto reír.
Una señora pasó haciendo
gestos de negación con la cabeza.
—Una vez —dijo el gordo
después de soltarlo— se llegó a mear. Con eso te digo todo…
“Con eso te digo todo”:
esa fue la primera vez que escuché de boca de Hugo una de sus frases-muletilla
con las que solía adornar su discurso.
—Ayudanos con esto,
Eduardo —dijo el Concha señalando las bolsas que había acarreado.
Subimos.
Cuando entramos al
departamento y comenzamos a poner los productos sobre la mesada vi que más de
uno no se correspondía con una dieta vegana y orgánica.
—¿Qué es esto, Concha?
—le dije apuntando a una bolsa.
—Eso es mondongo.
—Ya sé lo que es, lo
que te pregunto es qué pensás hacer con eso. No es producto vegano…
—Pero ya sé, Eduardo
—dijo el Concha—. El tema es que esa dieta es medio cara y yo ando algo corto
de guita…
—Entonces…
—Entonces compré
algunas cosas veganas y otras baratas, nada más… No vas a ser tan pelotudo de
levantar la perdiz ¿no?
—Se van a dar cuenta, Concha…
—No se van a dar
cuenta, Eduardo.
En el fondo, yo tampoco
pensaba que se fueran a dar cuenta. El Concha no era un embustero amateur sino
todo un experto.
Decidí dejarlo solo en
la cocina mientras me puse a ordenar la casa. Hugo me siguió.
—¿A qué te dedicás,
Hugo?
—Estoy sin laburo —me
dijo mientras se escarbaba la nariz.
—Ajá…
—Vivo con mi vieja, que
es pensionada.
Muy bien, Ignatius
Reilly, pensé.
Resultado del escarbe,
un moco oscuro quedó prendido de su dedo índice. Lo miró un segundo antes de
comenzar a hacerlo bolita.
—Así que si sabés de
algo —continuó—, avisame. Cualquier cosa, cualquiera hago. ¿Me entendés lo que
te quiero decir?
—Sí, sí —le dije aun
sabiendo que las muletillas no esperan respuesta.
Haciendo un juego de
presión entre el pulgar y el índice, Hugo catapultó la bola de moco por una de
las ventanas que da a la calle.
—Lo último que hice —continuó—
fue laburar en un sex-shop vendiendo dildos.
—Dildos… —repetí no por
desconocer su significado sino por la sorpresa de escuchar ese término en boca
de un sujeto apodado Vitiligo.
—Sí: porongas de goma,
consoladores. ¿Me entendés lo que te quiero decir?
—Sí, sí.
—Pero era una de putos
y viejas alzadas que para qué contarte…
—Me imagino… Qué jodido…
—Si querés te digo que
no, si querés te digo que no. Pero si te digo te miento. ¿Me entendés lo que te
quiero decir? No sé si me explico…
Las muletillas y
latiguillos habían colonizado el habla de Hugo de una manera nunca vista. De todo
el fárrago de su conversación apenas podían extraerse algún que otro elemento
comunicativo; el resto eran puras frases hechas de relleno.
—¿Tenés paté, Eduardo?
—gritó el Concha desde la cocina.
—En la puerta de la
heladera —dije pensando en los veganos.
Mientras ordenaba el
living –Hugo permaneció sentado en el sillón todo el tiempo– miré la hora.
Faltaba todavía un rato para que comenzaran a caer los invitados.
(Continuará)