Acerca del banquete que el Concha ofreció a la urbana tribu de veganos,
vegetarianos y otras yerbas (tercera parte)
Cuando abrí la puerta,
el espectáculo no podía ser peor.
El Concha parecía haber
usado todos los utensilios de que yo disponía para preparar los platos secretos
con que pensaba sorprender a sus nuevos amigos. La mesada estaba completamente
ocupada no sólo por los alimentos preparados sino también por los desechos que
habían quedado de su elaboración. En apenas dos o tres horas había logrado
transformar ese pequeño espacio que yo le había cedido en un antro de mugre
y desorden muy similar al que él
habitaba.
Arrodillado en medio de
ese caos, estaba el Concha. Pasaba un trapo rejilla a un charco de líquido
verde que había en el piso.
—Me asustaste, Eduardo.
Pensé que era Griselda.
No le respondí,
petrificado como me quedé ante semejante cuadro. Creo que reparó en la
expresión de mi rostro porque dijo:
—Quedate tranquilo que
después ordeno todo…
Preferí cambiar de
tema.
—¿Qué pasó que
gritaste? —pregunté.
—Se me fue a la mierda
el vaso con el jugo de pasto.
En tono de lamento,
agregó:
—Lo que quedó no va a
alcanzar…
Tenía muchas cosas para
decirle, pero decidí no arruinar la velada.
—¿Querés que te vaya a
comprar?
—¿A comprar qué?
—Brotes de trigo, para
el jugo…
Cuando le resultaba
inconcebible mi modo de pensar o irreductiblemente ajeno al suyo, pronunciaba
mi nombre enfatizando la “r”.
—Pero, Eduarrrdo ¿sos
boludo, vos?
A mí, acostumbrado como
ya estaba a su trato algo rudo, me resultaba más chocante ese estirarse en su
boca de la vibrante que el “boludo” con que solía completar la frase.
—Qué brotes ni brotes,
Eduardo. El jugo de pasto poronga ese que se van a tomar los jipis lo estaba
preparando con unos yuyos que estuve juntando al lado de las vías, en la
estación Caballito del Sarmiento. Toda la historieta esa de lo orgánico sale un
huevo, creeme. No vale la pena…
En la mesada quedaban
restos de hierbas que había recolectado. Algunas briznas estaban claramente
afectadas por restos de grasa, aceite o algún tipo de hidrocarburo.
—Ésas son las que no
sirven —aclaró—. Lavé el pasto antes de preparar el juguito, Eduardo. No te
vayas a creer que soy tan hijo de puta…
—No…
—…como para mandarte
esa mugre en la jarra de la pimer.
—Ajá.
En un momento, cuando
escurría el líquido verdoso en la pileta de los platos, dijo:
—¡Ya sé! Lechuga.
¿Tenés lechuga? Cómo no me di cuenta antes. Podía haber comprado lechuga y no
andar juntando yuyos para el jugo.
—No me quedó.
—¿Achicoria, radicheta?
—Tampoco —dije negando
con la cabeza.
Se quedó un momento
pensativo. Luego, un brillo en sus ojos anticipó la barbaridad que soltó:
—Traé el potus, Eduardo.
—¡¿Qué?!
—El potus, Eduardo, la
planta que tenés en la biblioteca.
No lo podía creer.
—No lo vamos a hacer
todo jugo —aclaró—: sólo algunas hojas.
Me negué. Insistió. Tomalo
como una poda sanitaria, dijo.
—¿Y si se intoxican?
—le pregunté.
—No les va a pasar
nada. Nada que un par de pedos o diarrea mañana temprano no puedan resolver. Igual
—agregó mientras yo iba, como siempre, a cumplir sus órdenes—, vos no lo tomes.
Por las dudas ¿viste?
Cuando aparecí en el
living, los chicos ya había armado un cigarrillo de marihuana y estaban
fumando.
—El Concha no quiere
que la planta respire el humo de otra planta —les dije mientras llevaba el
potus a la cocina.
La mentira me salió en
el momento. Acaso –pero esto lo pienso ahora, mucho después de que estas cosas
pasaran– había comenzado a adoptar la actitud embustera del Concha.
En un par de minutos,
el Concha reapareció en el living con una bandeja y tres vasos.
—Y vos ¿no vas a tomar?
—le preguntó Griselda.
—No, no. Yo...
Y se quedó sin saber
cómo continuar. En un segundo, escapó corriendo hacia adelante:
—Pasa que estoy
practicando orinoterapia. Y no es conveniente mezclar terapias. Pasa como con
el alcohol: la mezcla mata.
—¿Tomás meo? —preguntó uno
de los jipis.
—Solamente el primero
de la mañana. Pero no el primer chorro, que sale impuro...
Griselda puso cara de
asco.
—¿Es bueno eso? —le
preguntó.
—Terapias, terapias
alternativas. Yo hace años que no me resfrío, por ejemplo. Tampoco tomo esas
vitaminas como el amoxidal.
—No sé si les llegó a
contar —agregó Hugo, ya enturbiado por el cannabis—,
pero hace cagoterapia. En el desayuno, unta las tostadas con un sorete y... ¡adentro!
Se reía con los ojos
vidriosos al hablar. El resto festejó la broma.
—Es un ignorante —se
defendió el Concha.
Yo contemplaba la
escena inverosímil que acontecía en mi casa. Después de que todos hubiesen
tomado el brebaje de potus, el Concha anunció.
—Ahora les traigo la
comida.
Y diciendo esto fue a
la cocina y reapareció con una fuente y algunas cazuelas.
—Huele bien —dijo uno
de los jipis, pasado de droga.
—Son lomitos de seitán
y carne vegetal con arroz yamaní en una salsa de tomate y calabaza. Todo orgánico,
como corresponde. También van a encontrar unos trocitos de tofu, cortados en
cubito.
Los jipis veganos, esa noche,
degustaron la paella de mondongo y tomate en lata que el Concha preparó a las
apuradas, sin mucho criterio. Tenía, es verdad, algo de tofu. Me lo dijo el
Concha, aclarando que en el barrio chino se conseguía por dos mangos. El sabor
de unos cubitos Knorr de verdura y
carne no levantó la menor sospecha entre esa juventud que alucinaba menos por
la marihuana que por el aura mística con que el Concha había logrado
envolverlos.
Después de cenar,
armaron otro porro que hicieron circular en la ronda y el Concha se explayó
como sigue.
1 comentario:
jajajaja que hdp....eduardito de a poco se va conchudizando jajaj
Publicar un comentario