jueves, 8 de mayo de 2014

Capítulo XVII

Donde se concluye el relato de la velada del Concha con los jipis y se refiere la experiencia de nuestro sutil personaje con el Respiracionismo

—Somos lo que comemos —dijo el Concha.
—Tal cual.
—Si comés comida de mierda, sos una mierda.
—Por supuesto.
En ese momento, Vitiligo debió disculparse por una sonora flatulencia que se le escapó, según dijo, producto de la incómoda posición de piernas cruzadas en que se había sentado.
—Y si querés ser verdaderamente un ser de luz —siguió el Concha—, debés alimentarte sabiamente.
—¿Ser de luz? —se metió Vitiligo, que no compraba el discurso del Concha de manera acrítica como hacían los jipis—. Las plantas son seres de luz, yo soy un ser de carne —dijo, y se palmeó la panza.
—Vos sos un gordo de carne, Viti, y la recibís por adelante y por atrás.
La incipiente discusión que comenzó fue interrumpida por Griselda, que le pidió al Concha que les explicara más acerca de la sabia alimentación de los seres de luz.
—Quiero contarles —siguió el Concha— acerca de una milenaria práctica que, en algún momento de mi vida, intenté llevar adelante. Se trata de la dieta más extrema posible, si es que puede llamarse dieta a esa forma de alimentación...
—¿Cuál? —preguntaron.
—Viví durante un año y medio —se afirmó el Concha— practicando Sungazing.
—¿Qué es eso? ¿Comer zungas? —preguntó el gordo Vitiligo, festejando casi en soledad su chiste, nacido de los últimos coletazos que el porro daba en su organismo antes del bajón.
—Alimentación de sol —se adelantó Griselda—. Otros le dicen Inedia o Respiracionismo.
El Concha pasó a explicar la experiencia que, según él, había realizado en una playa alejada de la provincia de Buenos Aires, a la altura de Pehuen-Co.
—El tema es así —se despachó—: el sol es una fuente de energía. Esto lo sabe cualquiera, desde una planta hasta las calculadores que venían con una chapita para cargarse de luz. El hombre también puede absorber esa energía y vivir sin alimentarse...
Recordé haber visto, alguna vez, un documental sobre pseudociencias donde referían esa práctica.
—¿No es peligroso? Leí que una mujer falleció por seguir esa dieta... —dijo Griselda.
—No, para nada —dijo el Concha—. Peligroso, lo que se dice peligroso, no. Lo único es que me la pasaba de la mañana a la noche embadurnado en un aceite de coco, Rayito de sol, que además de envolverme en un perfume dulce todo el día que atraía las moscas, me terminó produciendo una irritación en todo el cuerpo, especialmente.... —y noté que buscaba unas palabras que no le salían, hasta que finalmente las encontró— ...en el glande y en la tronca.
Vitiligo lo miró, abombado.
—Sí, gordo, se me peló íntegra. Me quedó en carne viva, como un morrón pasado... —dijo el Concha.
—Pero qué, ¿estabas desnudo todo el día, que te tenías que poner crema en el pito? —preguntó un jipi.
—Claro, así es la dieta. Además, dicen que las zonas eróticas absorben más energía...
—Erógenas, serán —insistió el jipi que lo había desafiado. Al parecer, le habían entrado ciertas sospechas sobre el Concha.
El Concha lo miró con cara de hartazgo, pero el jipi, que deliberada o inconcientemente no se dio por aludido, continuó:
—No parece una crema muy natural esa que mencionás.
—¿Rayito de sol?
 —Ésa misma. Además, no sé de qué laboratorio es. Si no es de alguno que experimenta con animales, le pega en el palo...
Hubo una breve discusión al respecto, que se cortó cuando Griselda le preguntó por qué había abandonado la dieta.
—Me cagaron un par de nubes, nada más. Imagínense: a mí, que solo comía sol, me hacía ruido la panza cada vez que se nublaba. Dos semanas de ayuno forzado, a la sombra, me dejaron piel y hueso... No: definitivamente es una dieta para el Caribe... —remató.
Entre estas y otras cuestiones, como decía, transcurrió aquella noche. Antes de irse y dejarme la casa hecha un desastre, recuerdo que le pregunté al Concha si era efectivamente de esa mujer a la que hacía masajes que sacaba todas las mentiras que parecían ajustarse tan bien a lo que los jipis querían escuchar. Se sinceró: el dato lo había sacado de internet.
—Fue de pedo —dijo—, una vez que buscaba fotos de minas en playas nudistas.
Después de esa semana de descanso, fue recién un domingo al mediodía que volví a tener noticias del Concha, cuando me llamó por teléfono. Arreglamos que pasaría por su casa, porque me quería comentar algunas cosas.
Cuando entre a su departamento, aquella tarde, lo encontré en las mismas condiciones de mugre y desaseo que la vez anterior. Lo que me llamó la atención fue que entre sus dvd´s pornográficos y bollitos de papel higiénico que parecían almidonados había desparramados algunos libros de Yoga. Ya no temí preguntar en qué andaba, porque esperaba lo peor de él.
—¿Y esto? —le dije señalando un libro que en su tapa tenía la foto de un yogui con las piernas flexionadas, volcado hacia adelante, con la frente apoyada en sus pies.
—Me estoy interiorizando en el Yoga.
Era evidente que no tenía un interés genuino en la práctica, del mismo modo que no lo tenía en nada de lo que lo vi encarar.
—Ajá. ¿Y para qué?
Se quedó mirándome un segundo, como si se sorprendiese –no sé si gratamente o con fastidio– de que no lo tomara en serio.
—Leí que en Yoga hay una serie de ejercicios que ayudan a la elasticidad —respondió—.
Me causó gracia la respuesta y me tenté. Pregunté, en broma –pero quizás no tanto–, si pensaba pedir trabajo en el Cirque du Soleil, que acababa de instalarse en Vicente López.
—No, Eduardo, para tanto no creo que llegue. Me acerqué al Yoga en una búsqueda más íntima, personal, individual...
—¿Qué querés decir?
—Quiero ver si después de practicar durante un tiempo una serie de asanas consigo ser tan flexible como para autochupármela.
Lo miré, creo, con algo de espanto. Se rió y dijo:
—No pongas esa cara, Eduardo, que era un chiste. Mirá si voy a querer autotirarme la goma... Además, no se puede...
Noté que se quedó como con ganas de confesar algo, que finalmente hizo:
—Lo sé porque una vez que estaba medio aburrido se me dio por probar y casi me desnuco... Es que vi un video en internet de un negro que...
—Está bien, gracias por el dato —le dije para cortarlo y cambiar de tema.
Mientras preparaba un mate en un vaso de vidrio, siguió:
—Vos sabés que compré varios de ese mismo tipo, un tal...
Y tomando un ejemplar intentó leer, mal:
—...Fri Bahtkiravarlanga, o como carajo sea. Los rematan ahora a sus libros, porque parece que el tipo, que en realidad es un occidental y se puso ese nombre, fundó una academia de Yoga donde, además de difundir la cultura hindú, con el curro del Tantra parece que terminaba las sesiones destangando y empernando a las alumnas...
No sos solo en el mundo, pensé.
—Un grande —reflexionó el Concha—. Como sea, el caso es que ahora que está medio de moda ese tema del Arte de Vivir y de respirar, quiero ver si sale algo ¿entendés? Yo vivo del rebusque, aprovechando la ocasión, como esos que se pone a llover y salen a ofrecer pilotines o paraguas...
Eso ya lo tenía más que claro. Le pregunté si tenía pensado vender libros.
—No, no. Me estoy preparando para cuando venga de nuevo Esrí Esrí San Car.
El Concha parecía, entre otras cosas, padecer de algún trastorno de lenguaje. Nunca supe si lo hacía a propósito, como un chiste, o si en verdad sufría alguna forma aguda de dislexia.
—Sri Sri Ravi Shankar, querrás decir.
—Exacto. Pero eso es para más adelante. Me tengo que preparar bien...
Y seguro lo iba a hacer.
—Te llamé —siguió— porque esta noche hay un evento de poesía. ¿Te acordás de Carol, la yanqui que conocimos en el Congreso de Letras?
Sí, la recordaba, como recordaba algunos fragmentos de su conversación con ella.
—Bien, resulta que le llegó una invitación a un café literario que se hace hoy y, como no tenía con quién ir, me llamó para ver si la acompañaba. Yo ya lo busqué en Internet: un café literario es un lugar a donde va la gente a leer poesía y cosas así. Es decir: es un lugar donde se juntan bohemios, vagos, borrachos y escritores fracasados que, como no pueden sacar un libro, van y le leen sus escritos a cualquiera que ande al pedo por ahí...
El Concha, comenzaba a entenderlo, avanzaba por la vida como si todo, absolutamente todo, fuese el eufemismo de una realidad más cruel y dura que él, sin saberlo, se encargaba de mostrar.
—Es en Flores, en un barsucho de mala muerte por Carabobo, a las 8. ¿Te prendés?
Le dije que sí.
El Concha miró el reloj que tenía en la pared y me dijo:
—Falta un rato. Todavía tenés tiempo.
—¿Tiempo de qué?
—De escribir algo, de qué va a ser. Un poema, una frase, algo para leer ahí. Vos, que sos profesor de literatura, tenés que llevar algo. Si llevo yo, que no tengo idea de nada de esto, vos como mínimo...
—Pará, pará —lo corté—. ¿Vos escribiste algo?
—Sí, claro. Una boludez, algo raro y que no se entiende una verga, que mezcla cosas que nada que ver, como las canciones de los Redondos y de Spinetta. ¿Querés que te lo lea?
Asentí.
El Concha se metió la mano en un bolsillo, sacó un papel arrugado donde, escrito sin tachaduras, estaban las siguientes palabras.

Sonrisa de pómulo
pedaleando en la ciclovía de mis días.
No llegarás al cielo,
no llegarás al cielo nunca
oh, barrilete
barrilete de cristal
que amamantas sin pezón
desde un útero sincero
(ayer me acaricié pensando en ti)


A los veinte minutos estábamos saliendo juntos para el café literario.