Donde se narra un encuentro con el Concha en el Paseo de la Costa
Después del Congreso,
aproveché un fin de semana largo para irme a descansar a las sierras del sur de
la provincia de Buenos Aires. Pasear, leer, mirar alguna que otra película: ésas fueron, más o menos, las actividades que realicé en Sierra de la Ventana
como para sobreponerme al estrés que impuso a mi vida la academia.
Como siempre que me
hago una escapada a la naturaleza, me costó la vuelta a la vida agitada de la urbe
porteña. A mi regreso, el único recibimiento fue un típico mensaje en el
contestador que me felicitaba por haberme ganado un Chevrolet.
La semana transcurrió
más o menos rápidamente, sin nada que contar. Recién el domingo por la mañana sonó
mi teléfono. Era el Concha.
—Habla el Vagina,
Eduardito. Qué hacés.
—Hola, Concha.
—Hace como una semana
que no nos vemos, che.
Mentí:
—Es que me fui unos
días y, cuando volví, anduve con muchas cosas, viendo gente, de todo un poco.
—Bien ahí, Eduardito,
bien ahí. ¿Mojaste, anoche?
—¿Eh?
—Digo si enterraste la
batata, si revolviste algún estofado, si clavaste el puñal de carne, si...
—Ya entendí, Concha. Te
vuelvo a decir algo que alguna vez te comenté: hay cosas que forman parte de la
vida privada y que...
—Te entiendo, Eduardo:
yo tampoco. En fin. Te llamaba por si querés ir hoy a la tarde al Paseo de la
Costa, en Vicente López. Me dijeron que se llena de gente: pendejos en
patineta, putazos en troller y minas, muchas minas. Las atorrantas patinan en
calzas, marcando zorra a pleno. En una de esas, levantamos algo. Y si no, nos
vamos bien cargados de recuerdos para una pajita dedicada a la noche. ¿Te va?
Quedamos en
encontrarnos cerca de las cuatro en una de las entradas del Carrefour que está
sobre Libertador.
El día estaba soleado y
la temperatura era agradable, primaveral. Yo había llevado el equipo de mate y
nos sentamos en el pasto, cerca de la calle que, como todos los fines de
semana, estaba cerrada para el esparcimiento.
—Así vemos en primera
línea el desfile de ojetes...
Había, en efecto, muy
lindas mujeres en la ribera. Algunas, con cuerpos verdaderamente voluptuosos.
El Concha observaba con lascivia.
—Mirá, Eduardo. ¿Ves
aquella mina que viene patinando? Tiene problemas en la casa...
Pensé que me hablaba en
serio.
—¿Y cómo te diste
cuenta?
—No ves que tiene
separados los “papitos”.
El Concha se reía solo
de sus chistes.
Por lo bajo, cuando
pasaba alguna chica, decía barbaridades. Lo hacía por lo bajo, sin riesgo de
ser escuchado, pero la posibilidad de que lo oyeran me ponía mal.
—Decime quién te coge
que le chupo la verga...
Una patinadora se
agachó junto al cordón para ajustarse los patines. El Concha se puso de pie y
giró uno de los carteles que decía “Peligro, zanja abierta” hasta que la flecha
quedó apuntando a la cola de la chica.
—Bueno, Concha...
Pasó otra mujer
patinando y le dijo algo –no llegué a entender del todo– sobre un nuevo desafío
de Actimel.
En cuestión de minutos,
escuché palabras como plasticola, yogur, leche condensada, crema, juguito del amor
y salsa blanca funcionando como sinónimos de... Se entiende.
—Siempre fui
piropeador, yo, desde pendejo —dijo.
Y como queriendo
destacar una de las características de su condición, agregó:
—Y no le hago asco a
nada: gorda, flaca, rellena, tortilla, pendeja, MILF...
—¿Qué es MILF?
—MILF, Eduardo, Mom I´d Like to Fuck, veterana,
vieja puta. A veces no sé dónde mierda vivís...
El Concha siempre se
enojaba con mi desconocimiento de ciertas cuestiones que él consideraba
básicas.
—Nunca discriminé al
piropear, sabés. Pasa una flaca, piropo. Pasa una gorda, piropo. Una vieja con
los labios pintados, piropo.
No estaba muy seguro de lo que iba a decir, pero lo dije:
—Hay algo de machismo
en eso de decirles cosas a las mujeres, me parece. Sobre todo, si son cosas
ordinarias...
Negó con la cabeza,
superado.
—No entendés nada,
Eduardo. ¿Sabés qué es peor para una mujer que tiene que pasar al lado del
camión de la basura o junto a una obra en construcción llena de albañiles con
la lengua picante? Pasar y que no le digan nada. Si le gritan algo, va a poner
cara de “qué asco” y sigue viaje, pero si no le gritan nada... ¿entendés? Es jodido
para una mina no despertar un deseo sucio de un recolector, de un albañil que
grita impune desde una viga, de un camionero. Es muy jodido...
“Una vuelta, estaba
esperando un colectivo junto a una obra. Mina que pasaba, mina a la que le
gritaban algo. Las llamaban por la ropa (eh, vos, calcitas negras; eh, vos,
jean apretado) y le largaban el piropo. En un momento, pasaron unas seis o
siete minas juntas, amigas. En el medio había una que tenía puesto un vestidito
rojo. Rellenita, bien bonita de cara la loca. Medio que se les amontonaron las
minas a los de la obra y les dijeron cosas a todas menos a la del vestido. ¿Entendés?
No sabés la pena que me dio. No se sintió halagada, ni respetada, ni tratada
con dignidad. Se quedó hecha mierda...”
Capté algo de lo que el
Concha decía. Era impresentable, pero algo parecido a una verdad deformada
brillaba en lo que me contaba.
—Lo pensé un segundo y
salí corriendo para dar la vuelta de la manzana y volver a cruzarlas...
—¿Y?
—Y la piropeé como
corresponde...
—¡Bien!
—Vestidito rojo, le
dije cuando pasó, vení a casa que esa grieta que te salió en la entrepierna te
la arreglo con este pomo de enduido.
No quise pensar en la
reacción de esa chica, pero el Concha se mostraba satisfecho de su acto.
—Te comento —prosiguió—
que las gorditas, a diferencia de las delgadas conchetas, son muy agradecidas
con los piropos. Bueno, en general son agradecidas con todo.
—...
—Las gorditas son muy
peteras. Eduardo, no me pongas esa cara de no entender un carajo. Se prenden a
la tripa como si fuera la última verga que hay en el mundo. No sé, para mí que
es como una forma de agradecimiento por bombearlas. Vos les das y ellas te dan.
Es un toma y daca, un hoy por ti y mañana por mí. Las flacas, en cambio, son
más reacias a la tirada de goma. Yo —me hablaba serio, con cara de estar
enunciando una verdad solemne— prefiero una gordita petera a una flaquita
estrecha. Pero es mi opinión...
No quise responder a
tanta barbaridad junta, especialmente porque su conclusión, en el fondo, iba en
contra del modelo de mujer que en nuestra sociedad se promueve como deseable.
Después de estar un
buen rato en el lugar, le propuse caminar un poco por el Paseo. A medida que
avanzábamos hacia unos puestos de artesanos, nos fue llegando el batir
acompasado de tambores que provenía de un lugar donde se había aglomerado algo
de gente, de cara al río. Un grupo de alrededor de veinte personas tocaban unos
instrumentos que, si no me equivoco, se llaman djembe,
en lo que parecía ser un espectáculo callejero de improvisación.
Nos paramos a unos diez
metros de donde estaban tocando, porque el sonido era bastante fuerte como para
conversar.
—No le falta nada a
esta comparsa, eh —dijo el Concha con un tono malicioso.
—¿Por qué lo decís?
—Boludos en cuero con
pulserita de Jamaica, pantaloncito ancho a rayas, rasta, mucha rasta, olor a
porro, sandalias...
Me irritó la
intolerancia del Concha.
—Mirá aquella minita.
Ya se tragó el sapo de estos locos y ahora vino a ver si pica algo en el
revoleo de jipis. Porque estos son todos jipis. Mejor dicho: neojipis. ¿Te
fijaste que andan todos, siempre —y enfatizó el siempre— con una mochila enorme
en la espalda? Es como que quieren dar la impresión de que están de paso, de
viaje. Van o vienen de Machu Pichu, de México o de cualquier lugar donde se
diga chévere. En la mochila no llevan nada, generalmente, salvo esos cosos que
usan para hacer malabares que son iguales a las botellas que tenés que chocar
con la bola de bowling. ¿Los tenés?
—Sí: se llaman clavas.
—Bien. Si no tienen
esos cosos, tiran lo que venga: naranjas, pelotas de tenis llenas de arena y
envueltas en cinta, aros...
“Además, y esta es otra
característica, si tienen que desplazarse por la ciudad, eligen entre dos
opciones. Los más circenses, se calzan arriba de una bicicleta de una sola
rueda y van haciendo equilibrio por la avenida. Esos, de paso, en algún
semáforo tiran las pelotitas y te manguean monedas por la gilada. Los otros,
los que no son tan circenses, tienen una bicicleta de bambú o una bicicleta de
fierro pero hecha mierda de vieja. La compraron por dos mangos en una
bicicletería o la heredaron de algún abuelo que se cagó muriendo. Como sea, le
ponen un cartelito atrás que dice “un auto menos” –el uno con número y el menos
con el signo de resta, siempre– y salen.
—¿Y a vos qué te
molesta?
—A mí me chupa bien un
huevo, Eduardo.
—No parece...
—Yo hago cualquier cosa
con tal de ir tirando, pero no me creo el personaje. Actúo, nomás. Mirá, vamos
a hablarle a la minita esa que vino a levantar un jipi para escandalizar al
papá.
Y hacia allí nos
dirigimos...
9 comentarios:
Hola, amigos. Como habrán visto, me tomé unas vacaciones. Con este capítulo inauguro la segunda temporada conchar...
¡Bienvenido! La falta del Concha ya se estaba sintiendo, no tanto como cuando falta la concha, pero casi.
Jajajaja!! Te aseguro que el Concha te aprueba!!! Jajajajaja...
El concha endurece su postura, penetra en la psicología femenina y acaba su argumento en una conclusión esclarecedora.
Qué pena que renunció al colegio, me hubiera gustado verlo en una jornada institucional.
Galliano: coincido con vos. Pero la realidad es que hay cosas que solamente el Concha puede decir. Por ahora, ninguna chica se pronunció sobre el tema, ni a favor ni en contra...
¡Que bueno que regresó el Concha! Se lo extrañaba, y este capítulo me hizo reflexionar sobre un par de temas:
1. Que suerte que tiene el narrador, le dijeron que ganó un Chevrolet; a mí siempre me tocan Fiat.
2. El Concha no será un caballero, pero es un buen tipo, haberle dicho ese piropo a la de vestido rojo, para que no se sienta discriminada es un acto de amor, de una manera muy retorcida, pero amor al fin.
Gracias por comentar, Carrot.
1. El Fiat es un buen coche también. ¡¡Felicitaciones, usted....!!
2. Lo que decís es una gran verdad, retorcida, pero verdad. Me hace a acordar a una historia que una vez leí de un monje zen que, después de acariciar a un ciervo que se le había acercado, le pegó con un palo. Para que no confié en los hombres, dijo, porque lo pueden matar.
Un abrazo nipón.
El Concha regreso con todo!!! Esta cada vez mas observador de la realidad. Creo, Eduardo, haberte escuchado alguna vez hablar de los "piropos" que dicen los que trabajan en la construccion: que te llamen por la ropa es lo de menos, lo peor es que te llamen por alguna parte sobresaliente del cuerpo. Tendria que existir alguna mujer Concha para contestarles. No me imagino que les diria! (Disculpa, Eduardo, el teclado este no tiene tildes). Beso enorme!
hay que ser valiente para tomar mates con el Concha...
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