martes, 9 de octubre de 2012

Capítulo XIII


Que trata del pasado del Concha como activista pacifista y ecológico y de otras mentiras de ocasión


Nos sentamos todos en ronda, en el pasto, a conversar. El Concha no tardó en volverse el centro de atención.
—Hay que jugarse, gente, jugarse la vida si es necesario para salvar el planeta. Yo siempre apoyé todos los “Seiv”:  “Seiv de planet” “Seiv de delfins”, “Seiv de ballens”, todos. De hecho, vengo participando activamente de todas las luchas ecologistas que hay. Gente: yo despinté pingüinos empetrolados en Punta Tombo; yo recorrí media Patagonia en bambucleta para reclamar por los hielos…
El Concha tenía dotes de orador. Hablaba con énfasis, seguro de poder convencer.
—Lo mío no es puro blablá—continuó—. Yo tengo en mi casa una maceta llena de lombrices californianas para reciclar desechos orgánicos.
Hizo una pausa.
—Veo, por cómo me miran, que no tienen idea de qué les hablo —dijo con la satisfacción del que está un paso adelante del resto.
—Yo sí conozco —intervino uno de los chicos—. Las he visto en alguna que otra granja orgánica. Te transforman todo en humus…
—Exacto. Son excelentes. Les podés tirar restos de comida, yerba, cáscaras. Yo incluso llegué a defecar en esa maceta una vuelta que se me tapó el baño… Las lombrices le entraban a la caca con la misma intensidad que a un puré de batata…
Las caras de los presentes cambiaron un poco al escuchar esto. Hubo algunas miradas cruzadas, al igual que cuando dijo “seiv de ballens”, como de desconfianza mezclada, en el caso de las chicas, con algo de repulsión. Pero el Concha tapaba una barbaridad con una mentira acorde a los deseos de los jóvenes.
 (Al margen: recuerdo que, después de este encuentro, le remarqué al Concha mi asombro por haberlo escuchado pronuncia la palabra “defecar”, tan ajena a su vocabulario. Me respondió que había estado a punto de decir “echarme un garco”, pero que por respeto a Griselda se había moderado. Decir que había defecado en una maceta sobre un lecho de lombrices no le parecía, claro, escatológico)
—Gente —continuó, fiel a su estilo verborrágico—: yo abracé, árboles, enredaderas, incluso montículos de hojas secas. Yo corrí a cascotazos a los que querían sacar oro de Fátima…
—De Famatina, querrás decir.
—Exacto. Mirá, me hace hervir tanto la sangre lo que digo que me confundo.
—A mí me parece bien la protesta—intercedió Griselda—, pero la violencia no me gusta. Por lo de los cascotazos, digo. Prefiero la resistencia pacífica. Una sentada, ejemplo.
—Pero claro —continuó el Concha, que pasaba ahora, a pedido del público, a dotarse de un pasado de activista no-violento—. Yo en Bosnia…
—En Botnia, querrás decir.
—Sí, gracias. En Botnia estuve sentado como no sé cuánto, tipo Gandhi. Tarugos en el ojete me salieron. Y también hice eso de poner flores en los caños de las ametralladoras de la policía, eh…
Calculo que el Concha habrá visto alguna foto o documental de la época y habrá pensado que, mutatis mutandis, podía apropiarse del ejemplo.
—Yo pensé que esa era una práctica de la década del sesenta…
—Querida Griselda —le respondió—, no todo lo que ocurre en el mundo sale por la tele…
—Es verdad…
Charlando o, mejor, escuchándolo al Concha, se nos pasó la tarde. Como se acercaba el momento de despedirnos y, por lo visto, el Concha tenía intención de seguir en contacto con los chicos, largó:
—Mañana a la noche Eduardo y yo nos juntamos a cenar. Lo hacemos cada lunes, siempre en su casa —dijo mirándome con una sonrisa que pretendía disimular el gesto prepotente de pedirme permiso con posterioridad al momento de tomar algo mío de prestado—. Cena liviana, vegana, algún documental de animales, música étnica, lo de siempre. ¿Se prenden?
Sí, se prendieron. Eran jóvenes que no tenían que trabajar al día siguiente y que podían darse el lujo de fumar marihuana hasta entrada la madrugada.
—Concha —le dije cuando nos alejábamos— ¿podría ser que la próxima me consultes antes de ofrecer mi casa para una reunión?
—Pero, Eduardo: no tenía opción. Viste lo que es mi casa…
Sí, la había visto.
—Es muy chica…
Ese no era el problema principal, pero no podía decírselo.
Me había quedado una intriga de toda la tarde y aproveché para sacármela.
—¿De dónde te viene toda la información que comentaste hoy? No te hacía muy espiritual como para hablar de chakras, pueblos originarios, veganismo…
—De la vieja —me respondió—. ¿Te acordás? La de los masajes…
Me acordaba.
—Mientras le amaso las gomas la mina larga toda una sarta de pelotudeces sobre alimentación, energía, niños índigo, ángeles…
—Mirá vos…
—Cambiando un poco de tema —me dijo—. ¿No notaste algo raro en uno de los pibes?
—¿Raro en qué sentido?
—En el sentido de que sea puto.
Volvía, el Concha, con uno de sus viejos temas. No pretendo ahondar en eso, porque ya lo he referido,  pero no quería tampoco dejar pasar por alto el rasgo curioso que le había sembrado sospechas.
—Yo, la verdad —le respondí— no noté nada que pudiera interpretarse de esa manera.
—Tal vez es mi fobia, qué sé yo. Lo que pasa es que como lo vi con una botellita de agua, de esas que se cargan en la casa con agua de purificador… Viste que los putos delicados andan siempre con una botellita de agua recargada…
Detalles que solo percibía el Concha. Aunque es verdad que, después en casa, cuando pensé en algunos conocidos homosexuales, podía verlos en la sala de profesores con su botellita …
—Son pequeños detalles identificatorios que te permiten ver quién es quién —concluyó—. Es como si te digo que fulano es amarrete, tacaño, usurero, ahorrativo y que labura de prestamista. Ah, y que además le cortaron la verga. Lo sacás de una ¿no? Un árabe…
Estuve a punto de decirle que no, que los que respondían a esa descripción eran los judíos, pero esa réplica era una barbaridad mayor que la que acababa de escuchar, porque yo no pensaba eso de los miembros de la colectividad. El Concha había equivocado el imaginario, y yo no encontré el modo, en ese momento, de corregirlo.
Caminamos juntos un par de cuadras hasta separarnos.
—Mañana —me dijo— despreocupate que cocino yo para los pibes.
—Bien —dije, ingenuo—. Acordate de que los chicos son veganos y que no podés cocinar cosas que…
El Concha se sonrió. Después, se empezó a reír con fuerza, mostrando todos los dientes.
—Hasta cuándo vas a ser tan pelotudo, Eduardo, hasta cuándo…
La verdad, no sabía.
 Quedamos en vernos al día siguiente.

domingo, 26 de agosto de 2012

Capítulo XII


Donde se refiere la farsa en la que el Concha se hace pasar por descendiente de un chamán junto con otras mentiras de ocasión

La chica, que contemplaba embelesada al grupo que arrancaba ritmos africanos a los djembe, no se percató de nuestra presencia hasta que el Concha puso en marcha su estrategia: se arrodilló en el suelo, alzó las manos y murmuró algunas palabras antes de besar, con solemnidad, el pasto. Después se acostó boca arriba, juntó las palmas y empezó a hacer unos movimientos con las piernas, como si pedaleara una bicicleta imaginaria. La joven, que hasta hace un momento no tenía ojos más que para los jipis, había comenzado a mirarlo. El Concha, conciente de que había acaparado su atención, se puso de pie, flexionó los codos y comenzó a aletear en círculo durante unos segundos. Una vez que hubo terminado, realizó unas exhalaciones profundas y, como si recién advirtiera que la chica lo miraba, le dijo en un tono misterioso:
—No te asustes. Es una forma de pedir la bendición ¿sabés?
—¿Cómo? —le dijo la chica.
—El ritual que acabo de hacer: es una forma de pedir la bendición para mí y para todos los pachamacos.
La chica lo miró con extrañeza, pero su curiosidad ya había sido aguijoneada.
—¿Qué son los pachamacos?
—¿Te das cuenta, Eduardo? —me dijo de repente, incluyéndome en la conversación—. Si no hacemos algo vamos a perder la conexión divina con la sabiduría de nuestros antepasados. Los pachamacos —dijo dirigiéndose a la muchacha— somos los hijos de la Pachamama. Vos, yo, Eduardo, el gordo aquel que pasa corriendo: todos somos pachamacos. El ritual que acabo de realizar me lo enseñó mi bisabuelo Wiraconcha.
Inmediatamente después de pronunciar ese nombre miró al cielo, cerró los ojos y dijo
—Pachamama Wiraconcha bolivianga zupai.
La chica lo miraba ahora al Concha con la misma expresión que antes a los jipis.
—¿Y eso qué significa?
—Significa: “Wiraconcha vino de la Tierra y a ella volvió”. Es una frase que se dice para honrar a los muertos. En la lengua de mis antepasados —prosiguió el Concha con su farsa— existían dos tipos de expresiones utilizadas para referirse a los muertos: la que acabo de decir, destinada a hombres importantes de la tribu ­–mi bisabuelo fue una especie de chamán entre los suyos–, y otra para los corrientes. Cuando se referían a la muerte de un pachamaco cualquiera decían: “Taragüí shruti, chasqui quilapayún”. La traducción, si es que se puede traducir un contenido tan profundo a nuestra lengua, es más o menos así: “De un polvo venimos, en yerba nos convertimos”. Pero no te quiero molestar con estas cosas sin importancia...
El Concha sabía que la tenía entre sus redes; me indignó un poco ver cómo la manipulaba.
—Lo que me contás me interesa mucho. Es increíble... Yo me leí todos los libros de Castaneda: Las enseñanzas de Don Juan, Una realidad aparte...
Sin conocerlo demasiado al Concha, me di cuenta en el acto de que no tenía idea de quién le hablaba la chica. Sin embargo, respondió:
—Castaneda... sí. Un iluminado, lástima que...
—¿Que qué?
—Lástima que solo alcanzó a ver la punta del iceberg... —respondió. Y como para salir del apuro, antes de que le preguntara algo sobre el tema, agregó:— No te quiero hacer perder tiempo. ¿Tenés idea de dónde se pueden comprar tomates orgánicos?
El rostro de la chica se iluminó:
—¿Consumís productos orgánicos?
—Sí, en lo posible como sólo productos sin agroquímicos, que tanto mal le hacen a la tierra y a nuestro organismo. El otro día compré unos tomates que parecían de granja, pero me parece que estaban medio glifosateados. Se me armó un desorden intestinal que recién pude parar con arroz blanco y pastillas de carbón...
Pese a ser un embaucador profesional, el Concha no dejaba por eso de ser, en el fondo, el Concha.
—Mirá, por acá no sé dónde venden. El lugar más cercano es la estación del Tren de la Costa de San Fernando, los fines de semana. Yo voy siempre a comprar verduras ahí: soy vegana.
Recordé vagamente a Lisa Simpson cuando se enamora del activista ecológico y quiere impresionarlo.
—Buena decisión. Nosotros también. Me presento: yo soy el Concha y mi amigo se llama Eduardo.
Al ver que la chica puso cara rara al escuchar su nombre, el Concha agregó:
—Así me dicen, en realidad. “Concha” era el nombre quechua de una planta medicinal del altiplano...
—Ah... Yo me llamo Griselda.
—Encantado —le dije mientras le daba un beso.
Como no quería quedar pegado a la mentira, comencé a decir que yo, en realidad, no era vegano, pero el Concha me interrumpió:
—Es ovo-lacto vegetariano, pero yo estoy tratando de que radicalice su postura. Lo que pasa es que él, aunque no lo parezca, se deja influenciar mucho por los medios de comunicación. Ve a Pancho Ibáñez en la propaganda, vestido con un delantal blanco elogiando la leche y el Danonino, y él va y compra: tiene miedo de que no se le formen bien los ladrillitos de la vida...
—No hay que presionar —dijo Griselda—. Cada ser evoluciona a su ritmo...
—Sí, claro. Lo que pasa, no sé si alcanzaste a darte cuenta —siguió el Concha— es que Eduardo tiene medio taponado el chakra de la frente. Y ése es justamente el chakra de la iluminación.
—¿Ves los chakras?
—Verlos, verlos... es una manera de decir. Recordá que, como dijo un sabio, lo esencial es invisible a los ojos...
—Me suena esa frase —dijo Griselda—, pero no recuerdo bien de quién es...
Y seguramente tampoco el Concha, a quien  no veía leyendo a Saint-Exupéry. La habría escuchado o leído por ahí y ahora le había encontrado, por fin, utilidad.  Es que el Concha era un trituradora cultural: cualquier cosa que cayera en su órbita (referencias literarias, costumbres, terapias alternativas, prácticas: todo) era reformulada y adaptada en función de su necesidades de manera irreverente y, acaso, monstruosa.
—Allá vienen unos amigos —dijo Griselda señalando a un grupo de ciclistas—. Ahora se los presento.
Montados en bicicletas destartaladas se acercaron unos jóvenes de alrededor de veinte años. Todos respondían más o menos a la descripción que había hecho el Concha de los jipis: rastas, ojotas, morrales cruzados, colores de Jamaica, olor dulzón.
Nos saludamos con los jipis y nos sentamos a conversar en el pasto. El Concha se pronunció contra la instalación de una central eléctrica en el Paseo, así como también contra su transformación en shopping. Se acababa de enterar del tema, es claro, pero se inventó un pasado de activista ecológico que trataré, si me lo permiten, de resumir... (continuará)

viernes, 27 de julio de 2012

Capítulo XI



Donde se narra un encuentro con el Concha en el Paseo de la Costa

Después del Congreso, aproveché un fin de semana largo para irme a descansar a las sierras del sur de la provincia de Buenos Aires. Pasear, leer, mirar alguna que otra película: ésas fueron, más o menos, las actividades que realicé en Sierra de la Ventana como para sobreponerme al estrés que impuso a mi vida la academia.
Como siempre que me hago una escapada a la naturaleza, me costó la vuelta a la vida agitada de la urbe porteña. A mi regreso, el único recibimiento fue un típico mensaje en el contestador que me felicitaba por haberme ganado un Chevrolet.
La semana transcurrió más o menos rápidamente, sin nada que contar. Recién el domingo por la mañana sonó mi teléfono. Era el Concha.
—Habla el Vagina, Eduardito. Qué hacés.
—Hola, Concha.
—Hace como una semana que no nos vemos, che.
Mentí:
—Es que me fui unos días y, cuando volví, anduve con muchas cosas, viendo gente, de todo un poco.
—Bien ahí, Eduardito, bien ahí. ¿Mojaste, anoche?
—¿Eh?
—Digo si enterraste la batata, si revolviste algún estofado, si clavaste el puñal de carne, si...
—Ya entendí, Concha. Te vuelvo a decir algo que alguna vez te comenté: hay cosas que forman parte de la vida privada y que...
—Te entiendo, Eduardo: yo tampoco. En fin. Te llamaba por si querés ir hoy a la tarde al Paseo de la Costa, en Vicente López. Me dijeron que se llena de gente: pendejos en patineta, putazos en troller y minas, muchas minas. Las atorrantas patinan en calzas, marcando zorra a pleno. En una de esas, levantamos algo. Y si no, nos vamos bien cargados de recuerdos para una pajita dedicada a la noche. ¿Te va?
Quedamos en encontrarnos cerca de las cuatro en una de las entradas del Carrefour que está sobre Libertador.
El día estaba soleado y la temperatura era agradable, primaveral. Yo había llevado el equipo de mate y nos sentamos en el pasto, cerca de la calle que, como todos los fines de semana, estaba cerrada para el esparcimiento.
—Así vemos en primera línea el desfile de ojetes...
Había, en efecto, muy lindas mujeres en la ribera. Algunas, con cuerpos verdaderamente voluptuosos. El Concha observaba con lascivia.
—Mirá, Eduardo. ¿Ves aquella mina que viene patinando? Tiene problemas en la casa...
Pensé que me hablaba en serio.
—¿Y cómo te diste cuenta?
—No ves que tiene separados los “papitos”.
El Concha se reía solo de sus chistes.
Por lo bajo, cuando pasaba alguna chica, decía barbaridades. Lo hacía por lo bajo, sin riesgo de ser escuchado, pero la posibilidad de que lo oyeran me ponía mal.
—Decime quién te coge que le chupo la verga...
Una patinadora se agachó junto al cordón para ajustarse los patines. El Concha se puso de pie y giró uno de los carteles que decía “Peligro, zanja abierta” hasta que la flecha quedó apuntando a la cola de la chica.
—Bueno, Concha...
Pasó otra mujer patinando y le dijo algo –no llegué a entender del todo– sobre un nuevo desafío de Actimel.
En cuestión de minutos, escuché palabras como plasticola, yogur, leche condensada, crema, juguito del amor y salsa blanca funcionando como sinónimos de... Se entiende.  
—Siempre fui piropeador, yo, desde pendejo —dijo.
Y como queriendo destacar una de las características de su condición, agregó:
—Y no le hago asco a nada: gorda, flaca, rellena, tortilla, pendeja, MILF...
—¿Qué es MILF?
—MILF, Eduardo, Mom I´d Like to Fuck, veterana, vieja puta. A veces no sé dónde mierda vivís...
El Concha siempre se enojaba con mi desconocimiento de ciertas cuestiones que él consideraba básicas.
—Nunca discriminé al piropear, sabés. Pasa una flaca, piropo. Pasa una gorda, piropo. Una vieja con los labios pintados, piropo.
No estaba muy seguro de lo que iba a decir, pero lo dije:
—Hay algo de machismo en eso de decirles cosas a las mujeres, me parece. Sobre todo, si son cosas ordinarias...
Negó con la cabeza, superado.
—No entendés nada, Eduardo. ¿Sabés qué es peor para una mujer que tiene que pasar al lado del camión de la basura o junto a una obra en construcción llena de albañiles con la lengua picante? Pasar y que no le digan nada. Si le gritan algo, va a poner cara de “qué asco” y sigue viaje, pero si no le gritan nada... ¿entendés? Es jodido para una mina no despertar un deseo sucio de un recolector, de un albañil que grita impune desde una viga, de un camionero. Es muy jodido...
“Una vuelta, estaba esperando un colectivo junto a una obra. Mina que pasaba, mina a la que le gritaban algo. Las llamaban por la ropa (eh, vos, calcitas negras; eh, vos, jean apretado) y le largaban el piropo. En un momento, pasaron unas seis o siete minas juntas, amigas. En el medio había una que tenía puesto un vestidito rojo. Rellenita, bien bonita de cara la loca. Medio que se les amontonaron las minas a los de la obra y les dijeron cosas a todas menos a la del vestido. ¿Entendés? No sabés la pena que me dio. No se sintió halagada, ni respetada, ni tratada con dignidad. Se quedó hecha mierda...”
Capté algo de lo que el Concha decía. Era impresentable, pero algo parecido a una verdad deformada brillaba en lo que me contaba.
—Lo pensé un segundo y salí corriendo para dar la vuelta de la manzana y volver a cruzarlas...
—¿Y?
—Y la piropeé como corresponde...
—¡Bien!
—Vestidito rojo, le dije cuando pasó, vení a casa que esa grieta que te salió en la entrepierna te la arreglo con este pomo de enduido.
No quise pensar en la reacción de esa chica, pero el Concha se mostraba satisfecho de su acto.
—Te comento —prosiguió— que las gorditas, a diferencia de las delgadas conchetas, son muy agradecidas con los piropos. Bueno, en general son agradecidas con todo.
—...
—Las gorditas son muy peteras. Eduardo, no me pongas esa cara de no entender un carajo. Se prenden a la tripa como si fuera la última verga que hay en el mundo. No sé, para mí que es como una forma de agradecimiento por bombearlas. Vos les das y ellas te dan. Es un toma y daca, un hoy por ti y mañana por mí. Las flacas, en cambio, son más reacias a la tirada de goma. Yo —me hablaba serio, con cara de estar enunciando una verdad solemne— prefiero una gordita petera a una flaquita estrecha. Pero es mi opinión...
No quise responder a tanta barbaridad junta, especialmente porque su conclusión, en el fondo, iba en contra del modelo de mujer que en nuestra sociedad se promueve como deseable.
Después de estar un buen rato en el lugar, le propuse caminar un poco por el Paseo. A medida que avanzábamos hacia unos puestos de artesanos, nos fue llegando el batir acompasado de tambores que provenía de un lugar donde se había aglomerado algo de gente, de cara al río. Un grupo de alrededor de veinte personas tocaban unos instrumentos que, si no me equivoco, se llaman djembe, en lo que parecía ser un espectáculo callejero de improvisación.
Nos paramos a unos diez metros de donde estaban tocando, porque el sonido era bastante fuerte como para conversar.
—No le falta nada a esta comparsa, eh —dijo el Concha con un tono malicioso.
—¿Por qué lo decís?
—Boludos en cuero con pulserita de Jamaica, pantaloncito ancho a rayas, rasta, mucha rasta, olor a porro, sandalias...
Me irritó la intolerancia del Concha.
—Mirá aquella minita. Ya se tragó el sapo de estos locos y ahora vino a ver si pica algo en el revoleo de jipis. Porque estos son todos jipis. Mejor dicho: neojipis. ¿Te fijaste que andan todos, siempre —y enfatizó el siempre— con una mochila enorme en la espalda? Es como que quieren dar la impresión de que están de paso, de viaje. Van o vienen de Machu Pichu, de México o de cualquier lugar donde se diga chévere. En la mochila no llevan nada, generalmente, salvo esos cosos que usan para hacer malabares que son iguales a las botellas que tenés que chocar con la bola de bowling. ¿Los tenés?
—Sí: se llaman clavas.
—Bien. Si no tienen esos cosos, tiran lo que venga: naranjas, pelotas de tenis llenas de arena y envueltas en cinta, aros...
“Además, y esta es otra característica, si tienen que desplazarse por la ciudad, eligen entre dos opciones. Los más circenses, se calzan arriba de una bicicleta de una sola rueda y van haciendo equilibrio por la avenida. Esos, de paso, en algún semáforo tiran las pelotitas y te manguean monedas por la gilada. Los otros, los que no son tan circenses, tienen una bicicleta de bambú o una bicicleta de fierro pero hecha mierda de vieja. La compraron por dos mangos en una bicicletería o la heredaron de algún abuelo que se cagó muriendo. Como sea, le ponen un cartelito atrás que dice “un auto menos” –el uno con número y el menos con el signo de resta­, siempre– y salen.
—¿Y a vos qué te molesta?
—A mí me chupa bien un huevo, Eduardo.
—No parece...
—Yo hago cualquier cosa con tal de ir tirando, pero no me creo el personaje. Actúo, nomás. Mirá, vamos a hablarle a la minita esa que vino a levantar un jipi para escandalizar al papá.
Y hacia allí nos dirigimos... 

martes, 19 de junio de 2012

Capítulo X


Que trata de la asistencia del Concha al Congreso Internacional de Letras y de otras anécdotas dignas de ser referidas en esta infame historia (tercera parte)

Mientras nos alejábamos del aula con rumbo al café de la Facultad le pregunté:
—¿Y con Carol cómo fue?
—Bien, bien —me dijo, pero en su rostro había algo de decepción—. Entre nosotros: tortilla de papa.
Acompañó sus palabras con el gesto obsceno de unir pulgares e índices y hacer presión.
—Bajá la mano, Concha —lo corregí. Y retomando el tema, agregué:— No parecía lesbiana...
—No ¿viste? A mí me lo dijo y, con lo que me gustan las comezanjas, se me agarrotó la pija. Pero era calentarse al pedo... Por lo que le entendí, le van todos los menús menos la carne en barra...
Y con expresión de lamento, remató:
—Qué desperdicio de concha, ojete y gomas, por favor... Parece que la mina tijeretea con esa amiga a la que vino a ver al Congreso.
—¿Tijeretea? —dije mientras repasaba mentalmente en los sentidos del término en español.
—Hace tijereta, Eduardo. ¿Dónde mierda vivís?
Y, para graficarme, volvió con la pedagogía manual. Esta vez hizo dos gestos de tijera con el índice y el mayor de cada mano, los entrecruzó y comenzó a frotarlos por la unión. Frotó y frotó y, para terminar de explicarse, empezó a imitar gemidos:
—Ah, ah, qué rica conchita que tenés, ah. ¿Nos pezoneamos juntas?...
—Basta, Concha: ya entendí.
Siempre hay que frenarlo al Concha, siempre, siempre.
Nos sentamos en el barcito de Puan, que estaba muy concurrido.
—Me dejó mal lo de Carol, viste. Yo, cuando nos pusimos a charlar en el café, me dije: a ésta la serrucho hasta sacarle olor a pelo quemado.
—...
—Pero no: comegrieta. Yo me fapeo casi siempre con videos de tortilleras. Te quiero aclarar, porque no sé si andás a menudo en página porno...
Se quedó como esperando una respuesta a la insinuación.
—Son cosas de la vida privada, Concha.
—Bueno, veo entonces que conocés del tema. Te decía que las invertidas que aparecen, ponele, en Poringa, no son las mismas tortas que las de la calle, esas de pelo cortito, sin teñirse y con cara de ojete. No, son tremendas minas, para nada machonas. Carol debe de ser de ésas. Tal vez la amiga es de las otras, de las que hacen del hombre.
Mientras el Concha se explayaba con su habitual sutileza sobre cuestiones de género, de la mesa de al lado nos llegaba el rumor de una conversación. Tres jóvenes, claramente ingresantes, seguían con atención al que más hablaba, que daba la impresión de ser de alguna agrupación de izquierda de la Facultad. Una típica reunión del militante con sus contactos, me dije. La escena me trajo imágenes de mis primeros años de estudiante. También yo había participado de reuniones y, si bien por breve tiempo, de la euforia de la militancia. De esa escena que transcurría a pocos metros surgieron en mí, de modo involuntario, un sinnúmero de recuerdos que me sumieron en un estado tibio de nostalgia y evocación. Y estaba así, tomado por la reminiscencia, cuando la voz del Concha me hizo volver:
—Magdalenas. ¿Habrá magdalenas para comer en este bar?
—Creo que sí...
Nos quedamos en silencio, comiendo magdalenas con café con leche. Las palabras de la mesa de al lado nos llegaban con claridad:
—Porque hoy, más que nunca, estamos ante la necesidad de construir un partido obrero que acaudille a las masas explotadas...
El Concha me dijo por lo bajo:
—Me parece que acá al lado hay uno que es comunista...
Me produjo algo de gracia el comentario, y le expliqué que, en la Facultad, había mucha militancia de izquierda.
—Escuchá, escuchá —me interrumpió para seguir más atento la conversación de al lado.
—...una alternativa verdaderamente clasista, un partido poderoso que sea la voz de los que no tienen voz...
El Concha se sonreía y comenzó a imitar, por lo bajo, el discurso:
—...la voz de los que no tiene voz, pero también los dientes de los que no tienen dientes, para masticar por ellos la comida y pasarles el bolo...
Le hice señas de que hablara bajo, no fuera cosa de que nos escucharan y hubiera un malentendido.
—...porque el sistema —prosiguió el militante— siempre nos ofrece alternativas que, en el fondo, son lo mismo. Alfonsín y Menem: lo mismo. Duhalde y De la Rúa: son lo mismo...
—... Pepe Pompín y Bugs Bunny: lo mismo; el Gato con Botas y Garfield: son lo mismo...
El Concha se reía sin maldad, como un chico.
Traté de desviar su atención, pero el Concha no quería perder bocado.
—...en los medios, sobre todo, la figura del joven delincuente. Es decir, se construye al adolescente de los barrios bajos como estereotipo de criminal. Una compañera, que milita cerca de una villa, nos cuenta que la cana los para por portación de cara, sólo por eso...
El Concha se puso serio.
—Este es un pelotudo... —me dijo.
—¿Por qué decís eso, Concha? Es cierto que en los medios se construye la figura del joven delincuente, se los criminaliza sólo por presunción...
El Concha explotó en una carcajada.
—Pero Eduardo, no seas gil... Te parecés a un vecino medio mogólico que tengo. Es un pendejo de esos que hablan —y empezó a imitar— “ehhh, guachíiin, alta yaanta, re-gaaaatooo, alto guiiisooo”, así, como lo hago yo ahora, empujando la pera para adelante. Intentalo, fijate que si empujás la pera para adelante te va a salir...
No lo iba a hacer.
—Bueno, este pibe anda con el atuendo reglamentario de esta gente: ropa deportiva, zapatillas faroleras, buzo con capucha y gorrita. La capucha, claro, siempre puesta encima de la gorra. Tiene la jeta toda agujereada con esos piercings que tienen como una cabeza de alfiler de colores ¿viste? Y lo peor: siempre con un celular de esos que tienen un parlantito para poner cumbia a todo trapo.
“Bueno, resulta que dos por tres lo encuentro abajo del edificio al pibito, y un día me comenta al pasar –porque siempre algo charlamos– que habitualmente lo para la policía. Quilombo que hay, lo paran a él. Alguien en el subte grita ʻme chorearonʼ, y lo atajan a él.
“¿Sabés qué pasa, Corky? le dije. Te paran y te van a seguir parando, porque vos, aunque no afanás, escuchás música que habla de afanar, te vestís como pibe chorro y hablás como pibe chorro. Si te vistieras con un traje a rayas blanco y negro y salieras corriendo por la calle también te van a parar ¿entendés? Si te ponés un estetoscopio y un ambo, te van a llamar doctor; si te ponés una remera toda sucia y un pantalón sin cinturón que haga que al agacharte se te vea la raya del culo, van a pensar que sos mecánico o plomero ¿me seguís?
“Ahora, imaginate que vengo yo y te digo que me puse portaligas, botas hasta la rodilla y corpiño y que me fui a caminar por los bosques de Palermo pero que la pasé re-mal, porque me corrieron para ojetearme y meterme la poronga en la boca... Sería un boludo ¿no?”
El Concha siguió un buen rato con su explicación. Yo, mientras, me lo imaginaba al pequeño cumbiero escuchándolo al Concha dar cátedra acerca de, como él recalcaba, las diferencias entre ser una víctima del prejuicio y del estigma y ser un pelotudo.
Cuando terminó de explayarse comencé a sentir el cansancio que sigue a un día de nerviosismo. Bostecé un par de veces. El Congreso había terminado para mí.
Nos fuimos hasta la parada de subte de la línea A. Viajamos juntos hasta Loria, cuando el Concha se bajó. Antes de despedirse, me dijo que se había quedado con las ganas de escuchar una ponencia.
—¿Cuál? —le pregunté.
Ya afuera del subte, sacando el programa de su bolsillo, me leyó el título:
—“Peteco, petardo, Pettinato, Pettoruti, Petersburgo: alternancia de eufemismos de la felación en la cultura popular contemporánea”.
El subte comenzó a alejarse y el Concha no paraba de reírse. No supe en ese momento –y tampoco quise corroborar– si se trataba de un fiasco muy elaborado del Concha o de un síntoma de decadencia de la academia.
Esa noche, debo confesarlo, me puse frente al espejo del baño, empujé la pera hacia adelante y dije “alto guiso”. No me pude dormir hasta bien entrada la madrugada.


domingo, 10 de junio de 2012

Capítulo IX


Que trata de la asistencia del Concha al Congreso Internacional de Letras y de otras anécdotas dignas de ser referidas en esta infame historia (segunda parte)

Mi exposición acusó el nerviosismo con el que cargaba. Me trabé un par de veces, perdí el hilo de lo que estaba diciendo pero, en líneas generales, salió bien.
Quizás el momento de mayor tensión lo pasé cuando vi que el Concha, acompañado de Carol, entraba en el aula. Temía algún tipo de intervención de su parte en el momento en que se abriera el debate, algo que me hiciera quedar mal adelante de mis colegas. Me tranquilicé algo al recordar que había manifestado tener intención de concurrir a la mesa de Katchadjian.
Sin embargo, cuando terminé de exponer sobre Lukács y Lessing, el Concha –movido por algún impulso inocente– se puso de pie:
—¡Bravo! ¡Bravo! —decía, mientras aplaudía con fervor, incitando a las no más de diez o doce personas que nos escuchaban a seguirlo en el gesto.
Algunos se dieron vuelta y lo miraron. Aplaudieron, pero no con la efusividad que lo estaba haciendo el Concha, quien seguramente pensaba que me estaba dando una mano en un concurso cuyo éxito se podía medir por los aplausos.
Hubo algunas sonrisas entre las pocas personas que estaban en la mesa, pero creo que eran sobre todo a causa del cierre bajo del pantalón.
—¿Lo conocés? —me preguntó por lo bajo un colega de la mesa al ver que yo hacía gestos de moderación al Concha.
—Eh... sí, sí. Algo así
Después de esto, Carol y el Concha salieron hacia la mesa de Katchadjian, que tendría lugar en una de las aulas grandes del tercer piso.
De acuerdo con las previsiones, la sala estaba repleta. Repasé el programa y vi que entre los panelistas había gente más o menos conocida del ámbito literario contemporáneo.
Logré entrar al aula, pero terminé agolpado entre la muchedumbre en uno de los laterales de la mesa. Miré hacia el lado de las butacas: un par de brazos abiertos me hacían señas. Me escondí un poco detrás de una cabeza y le levanté el pulgar, como para que el Concha dejara de llamar la atención. Me respondió con el pulgar, se sonrió y se acomodó para seguir escuchando.
El que estaba hablando era nada más y nada menos que Katchadjian. Yo no tenía referencias de él más que por la demanda que le había iniciado María Kodama por plagio –algo relacionado con “El aleph”– y ese video que está en Youtube donde este joven escritor lee fragmentos de su obra El Martín Fierro ordenado alfabéticamente. Mis gustos, estrictamente clásicos en lo que refiere a cuestiones estéticas, me impiden hacer una valoración de su producción. Sé, de todas maneras, que cuenta con un más o menos amplio grupo de celebrantes.
Veía a Katchadjian de costado, por mi ubicación. El  Concha seguía con atención la intervención de ese extraño joven de bigotes amplios que, para concluir, se permitió leer la letra “A” de su obra.
Después de unos aplausos, el que dirigía la mesa abrió la ronda de preguntas.
El Concha levantó la mano y se puso de pie. La bragueta seguía abierta con descaro. Iba a haber espectáculo, estaba seguro. Miré rápido una vía de escape, por si al Concha se le ocurría vincularme con lo que estaba por hacer.
—Mi pregunta es para... —no se acordaba el nombre, y se puso a revisar en el programa arrugado que tenía en la mano— acá está: el señor Karadagián.
Hubo algunas risas, pero el interpelado corrigió con gracia:
—Se equivocó de armenio...
—¿Eh? En fin, la pregunta es para usted. En primer lugar, lo felicito por el tremendo trabajo de ordenar alfabéticamente el Martín Fierro verso por verso. No lo pude leer todavía, pero me imagino lo que debe de haber sido el proceso de buscar todas las líneas que empiezan con “A”, después todos los que empiezan con “B”...
Pese a lo poco que lo conocía al Concha, me daba cuenta de que no lo estaba cargando. Algo se le había despertado con la obra de este autor, algo distinto de la burla.
Sus palabras, pese a que habían sido pronunciadas con seriedad, despertaron algunas risas. Antes de dejarlo seguir, Katchadjian respondió:
—Mirá, en realidad cargué todo en el Excel y una tecla hizo todo el trabajo...
La gente de la mesa y varios de los que estaban en primera fila estallaron en risas de aprobación. Tenía el autor, efectivamente, sus festejantes. El Concha, por su parte, recibió la respuesta con la expresión de alguien maravillado por la técnica. Era evidente que no tenía idea de lo que era el Excel.
—Genia, genial —dijo, todavía de pie—. Te hago dos preguntas más: ¿tenés pensado ordenar alguna otra obra más, o te plantás acá?
Los festejantes rieron, preparando el terreno para la respuesta:
—No, me planto —dijo Katchadjian—. Tal vez vos quieras ordenar alguna...
El coro sin corifeo volvió a reír a carcajadas. Cuando bajó un poco el bochinche, el Concha dijo:
—Exacto. Por eso mi segunda pregunta es sobre si se vende bien la obra, si tiene salida...
La escena duró apenas un poco más. El que dirigía la mesa desestimó la pregunta y pasó a otras intervenciones. El Concha, satisfecho, se levantó y salió. Por lo visto, Carol había decidido permanecer un rato más en la sala. 
Yo lo esperaba afuera del aula. Me sentía molesto por el modo en que la gente se había burlado del Concha. Me sentía molesto pese a todo: pese a que el Concha era una máquina de burlarse de lo demás, pese a que podía ser hiriente, pese a que sus ideas no eran políticamente correctas, sino todo lo contrario; pese a todo, decía, me sentía molesto. El de esa gente y el del Concha eran modos muy distintos de pararse ante el mundo. El Concha podía ser disculpado como un niño; el resto, no.
—No les prestes atención, Concha, a todos esos
—¿Eh? ¿Por qué lo decís?
—Por las burlas, por eso...
—Pero, Eduardo ¿no entendés? Todos esos que están ahí adentro, desde el más alto al más bajito, me pueden chupar bien chupada la verga, desde la punta hasta los huevos. Pueden hacer fila y mamármela hasta que me salgan callos en el tronco. A mí, lo único que me interesa de todo esto es ver si puedo hacer algo de guita... Fijate: te dejás un bigote extravagante, cargás un poema en un programa, le das enter, y en poco tiempo te llenás de giles que te van a escuchar y te aplauden en un aula que revienta de gente. Tal vez tenés que tener cuidado con algún que otro juicio, porque algo de eso dijo Chantagián, pero nada más. ¿No es genial?
El Concha me hizo reír. Su inocencia me llegó con la fuerza de la catarsis. Era inmune al escarnio público, y yo admiraba eso de él. De algún modo, nos íbamos haciendo amigos.

domingo, 3 de junio de 2012

Capítulo VIII


Que trata de la asistencia del Concha al Congreso Internacional de Letras y de otras anécdotas dignas de ser referidas en esta infame historia (primera parte)

Quedamos en encontrarnos en Sócrates, el café de la esquina de la Facultad de Filosofía y Letras, el jueves por la mañana. Yo había pedido el  día en el colegio para poder asistir a la mesa en que debía exponer mi ponencia. El Concha no tenía problemas de horarios. A decir verdad, el Concha no tenía ninguno de los problemas que tiene una persona común y corriente. Tenía problemas, eso es claro, pero eran de otra naturaleza.
Yo me encontraba un poco nervioso, como suele acontecerme en ese tipo de eventos. Por primera vez había elegido no leer mi trabajo, sino exponerlo. Esto me había cargado de una ansiedad más intensa que la habitual. Estaba releyendo un resumen de mi exposición cuando lo vi entrar en el café. Advertí, inmediatamente, que traía bajo el cierre del pantalón.
—Eduardito, campeón... —me saludó.
—Hola, Concha. Antes que nada —le dije en voz baja, mientras se sentaba—, tenés abierta la bragueta.
—Sí, ya sé. Se me cagó el cierre la semana pasada. No pasa nada. Mientras no me asome el pingo...
Miré a la mesa de al lado, para ver si lo habían escuchado, pero no.
—No, claro —le dije.
—¿Tenés todo listo, ya?
—Y sí. Ando un poco nervioso, pero creo que va a andar todo bien. Estoy en una mesa con gente conocida. Arranca a las 11:00, según el programa que me dieron.
—A verlo —me dijo.
Le pasé el extenso programa con la información del evento. Se puso a leerlo con atención. Me intrigaba lo que pudiese pensar. Estaba seguro de que en su vida había participado de un congreso de este tipo.
A medida que iba leyendo, su cara se contraía en expresiones de extrañeza, como si estuviera realizando un esfuerzo inaudito por comprender.
—Che, Eduardo ¿esto es joda? Escuchá el título de esta ponencia: “¿Punto seguido o punto y coma? Estudio de caso de las implicancias ideológicas de la pausa en los SMS”
No me interesaba el tema, pero traté de defender a los colegas:
—Calculo que se ocupa del impacto de las nuevas tecnologías en el lenguaje. Habría que ver...
—¿Y esta: “El otro del otro. Máquinas deseantes, (de)construcción y transversalidad genérica en Las aventuras de Tom Sawyer”?
Ahí ya no supe bien qué decirle, porque nunca entendí demasiado el lenguaje de la crítica literaria posestructuralista. Además, la verdad es que tampoco me interesaba demasiado que el Concha les tomara respeto.
—No, ahí no sé muy bien de qué se trata...
Leyó un poco más y dijo:
—Esto me  interesa.
Había señalado una mesa en la que se iba a discutir acerca de El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian. Según el programa, el debate iba a contar con la presencia de su autor, quien leería pasajes de su obra.
—Esa historia la conozco. Es sobre un gaucho. Creo que, de todas las cosas que hay acá, es la única que podría llegar a entender.
No quise decirle nada al Concha, pero el autor de ese texto, un joven escritor, había hecho lo que el título de su libro decía: había puesto en orden alfabético el texto de José Hernández, verso por verso. Eso era, sencillamente, su libro.
—¿Vamos? —me dijo.
Las mesas coincidían, así que le dije que, ni bien terminara la mía, me podía dar una vuelta. Convinimos en que él se quedaría hasta que yo expusiera y luego iría a la de Katchadjian.
Nos quedamos un rato en silencio. Él seguía enfrascado en el programa y yo en el resumen de mi exposición. Después de un rato, le dije:
—Aguantame que voy al baño.
No debo de haber tardado más de cinco minutos, pero cuando salí vi que el Concha estaba hablando con una muchacha rubia, de ojos claros, que tenía pinta de extranjera.
—Acercate, Eduardo. Te presento a Carol. Carol —le dijo a la chica— ji is Eduardo.
Era una yanqui, claramente. De dónde la había sacado, no me pude dar cuenta. Después le preguntaría.
—Eduardo, ¿sabés inglés?
Me la vi venir: hacerle de traductor al Concha era una barbaridad que no estaba dispuesto a cometer. Me sentí egoísta, pero le mentí.
—No, poco y nada.
—Ah, no te hagas problema —me respondió—. Yo algo de maña me doy, puedo traducirte.
Carol había estudiado literatura en EEUU y ahora estaba acá para hacer un curso de español para extranjeros. No hablaba, por el momento, nada de español. Estaba, como nosotros, para el Congreso: una amiga exponía un trabajo y ella había decidido acompañarla.
En un inglés imposible, el Concha inició una conversación con la joven.
—Güi ar frends. Mai frend is a ticher. Ji laik buks. Du iu laik buks?
Mi pronunciación siempre fue mala, pero la suya era inaudita.
—Yes, yes.
—Guot buks?
—I love, especially, Moby Dick.
El Concha puso cara de sorpresa. Se le dibujó una pequeña sonrisa en el rostro que no pude comprender. Se me acercó al oído. Carol lo miraba, inocente.
—Rapidonga, la gringa, ¿eh? —me dijo en voz, baja, mientras la observaba—. No sé qué mierda habrá entendido, pero le pregunté qué libro le gustaba y me respondió que amaba la pija de un tal Moby... Dick es pija en inglés: lo aprendí de las páginas porno.
La miró con picardía y le preguntó:
—It´s long? ¿Es larga?
—Yes, you need some weeks to read it.
—Necesita varias semanas para cabalgarla —me tradujo.
—But...
—Culo...
—But once you start you won´t stop ´till you finish it.
—No la larga hasta acabar, o hasta hacerlo acabar. No, perdón: no la larga hasta que le acaba en el culo. Eso es.
Carol, que no comprendía una palabra, miraba con candidez al Concha.
Se estaba por hacer la hora de la mesa, así que le dije que, si quería, podía quedarse conversando con ella mientras yo iba a exponer mi trabajo.
—Andá yendo —me dijo— que ahora te alcanzo.
Dejé la plata de lo que había consumido y me fui a la mesa. El congreso estaba por comenzar.


jueves, 24 de mayo de 2012

Capítulo VII



Capítulo en el que se cuenta el intento del Concha por aprovechar los resquicios abiertos por la lucha de género, la exasperación de la diferencia y las políticas gay friendly (segunda parte)

Estaba en casa esa misma noche, retocando mi ponencia, cuando sonó el teléfono. Era el Concha.
—Hola, Eduardo, soy yo.
—Qué hacés, Concha. ¿Y? ¿Cómo te fue?
—Más o menos...
—¿Qué pasó?
—Nada. No sé cómo no me di cuenta antes, soy más boludo...
—¿De qué no te diste cuenta?
—No —me explicó—, resulta que fui hasta el canal, después de cambiarme en el baño de Constitución. Había una cola tremenda, pero tremenda, de putos. Putos de todos los colores y variedades: trolitos comunes, afrancesados, travas, amanerados con voz aflautada, de todo. Una fauna, en fin, que no te podés imaginar.
“Nos hicieron pasar a una sala, nos dieron un número y nos iban llamando. Me puse a charlar con un par: beso –son besuqueros, los putos–, hola qué tal, de dónde sos, esas cosas. Uno había llevado un termo y un mate, y empezó a convidar. Yo... Yo tomé mate con ellos, Eduardo...
Dijo estas palabras con un tono raro.
—¿Y? ¿Qué pasó?
—¿No te das cuenta, Eduardo?
—¿De qué me tengo que dar cuenta?
—Pero ¿sos boludo? La peste rosa, Eduardo. ¡Los putos están llenos se SIDA! Y yo, como un imbécil, meta matear de una bombilla ensidada. Cuando me di cuenta, salí que apagaba para el baño. Entré a hacer gárgaras, buches, a escupir. Me temblaban las piernas. Como me pareció poco, me mandé los dedos en la garganta para ver si podía sacarme el bicho de adentro. Encontré, de ojete, una botella de lavandina. Me la pasé por las manos, la cara, por todos las partes donde había tenido contacto.
—Pero, Concha, el SIDA no se contagia así.
—¿No viste las propagandas? En todas hablan de un beso, un abrazo, un apretón de manos, un mate...
—Eso es lo que no contagia.
—Vos seguí confiado en que el SIDA te entra por el culo...
El Concha les tenía terror a los homosexuales, fobia. Era, etimológicamente, homofóbico.
—Empecé a imaginar que iba a terminar en un tren, mangueando monedas. “Señores pasajeros, no se asusten. Soy portador de HIV. El gobierno me da estas cajitas de AZT, lamivudina, zidovudina...”. Me paranoiqueé. Salí corriendo del canal y me mandé a una farmacia a comprar una botella de alcohol para terminar de desinfectarme. Me empecé a embadurnar la cara, las manos, a frotarme el líquido por todos lados. En dos minutos, estaba ardido. Se ve que entre la lavandina y el alcohol, me había dado una reacción alérgica. Encima, en la desesperación, me entró alcohol en los ojos.
“Ni pensé en volver. Pasé por una estación de servicio y me metí en el baño para cambiarme. Un camionero que estaba meando me mostró la chota. Y claro, me tomó por puto. “No le querés dar un besito a esta?”, me dijo agarrándose la verga. “No, loco, estoy disfrazado, vine a un casting”. “Dale, dale un besito, linda”, insistió. Le pegué un mochilazo y salí corriendo. Paré el primer colectivo que vi y me vine a casa así, vestido de trolo, con toda la remera rosa salpicada de lavandina y los ojos rojos. Estuve hasta recién en remojo...
“¿Vos creés que es suficiente?”
El resto de la charla lo ocupé en calmar al Concha. Le tuve que explicar la naturaleza de la enfermedad, las formas de contagio y otras cosas para aplacar su ansiedad. No estoy tan seguro de si efectivamente me creyó, pero lo noté algo apaciguado después de un rato.
—Mirá que soy boludo, Eduardo. Podría haber elegido otra cosa. No sé, hacerme pasar por miembro de algún pueblo originario. Viste que ellos también están de moda ahora. Es más fácil y menos riesgoso. Me consigo algunas plumas, agarro un palo de escoba y le cuelgo algún amuleto o sonajero y me hago pasar por araucano, mapuche, azteca, algo de eso.
“Es más, tengo un vecino que anda en el tema y me podría asesorar. El tipo tiene colgada una bandera de todos colores de la ventana, muy parecida a esas que usan los maricones en la marcha del orgullo. Yo me jugaba que el tipo se la comía y que la bandera era un llamador de putos, como una señal para que lo identificaran y le tocaran timbre para empomarlo, pero no. Resulta que esa bandera –si no me mintió, porque tal vez es puto y me mintió– es un símbolo de los pueblos originarios.
—Ah, sí, le dije. Los colores son los mismos, solo que la de los pueblos originarios está hecha con cuadritos y la otra con bandas.
—Sí, eso fue lo que me dijo. Me contó que en Bolivia son una banda. Parece que hasta el presidente es uno de alguna tribu, un cacique, o algo así.
No voy a hacer valoraciones sobre lo que me dijo, porque están de más.
—¿Y vos? —dijo, cambiando de tema—. ¿Cómo va el tema del artículo ese en el que andás?
—La ponencia. Bien, casi terminándola.
—¿Habrá muchos putos ahí, en el evento?
 —Por ahí alguno que otro, pero no muchos.
—Ah, avisame. Porque después de lo que me pasó hoy, no quiero correr riesgos...
—No, quedate tranquilo.
—¿Y minas? Hay muchas minas ahí  ¿no?
—Y sí, muchas mujeres estudian Letras.
—Joya. En una de esas, quién te dice, Eduardito, me clavo una intelectual...
—Quién te dice...
Cortamos después de un rato. En breve, íbamos a ir juntos a la Facultad de Filosofía y Letras a un Congreso Internacional sobre teoría literaria, literaturas comparadas y políticas lingüísticas. De última, pensé, el Concha podía pasar un personaje malogrado de Cesar Aira o de Lamborguini... De Osvaldo, digo...

jueves, 17 de mayo de 2012

Capítulo VI


Capítulo en el que se cuenta el intento del Concha por aprovechar los resquicios abiertos por la lucha de género, la exasperación de la diferencia y las políticas gay friendly

Mientras volvía a casa, en el subte, me lo imaginaba al Concha en el Congreso de Letras que se avecinaba. Mejor no pensar, me dije. En una de esas, se aburre rápido y se va. Además, no es seguro que vaya. Tal vez lo de acompañarme era una forma de cortesía, por el favor que me había pedido. Pero no podía engañar a mi temor, porque sabía bien que la cortesía no era una de las características del Concha.
Faltaba una semana para el evento y mi ponencia, que versaba sobre la recuperación del concepto aristotélico de catarsis que, vía Lessing, realiza Lukács, permanecía inconclusa. En mi escritorio descansaban, puntillosamente anotadas, la Poética de Aristóteles, la Dramaturgia de Hamburgo y la Minna von Barnhelm del iluminista alemán, y el análisis que de esa comedia había hecho Lukács, allá por 1963. No encontraba el sosiego necesario para darle forma al texto.
Era cerca de la una de la mañana cuando abandoné todo intento. A mi pesar, no era una traba teórica la que me impedía seguir, sino la idea del casting al que habría de presentarse el Concha. Había dicho, textualmente, que iría a un casting de putos. No sabía bien qué era lo que tramaba, y esa incógnita volvía cada vez que intentaba concentrarme en la catarsis de la tragedia griega.
Agobiado, me fui a dormir. Tuve un sueño absurdo y vergonzoso. En él, el Concha disertaba en un aula magna, ante una multitud, sobre los riesgos de una bragueta con cierre y los beneficios de una con abrojo.
­—El cierre, señores, es la versión moderna del mito de la vagina dentata. Es decir, la leyenda de una argolla con dientes que le come la poronga a los que la ensartan.
En mi sueño, los asistentes escuchaban al Concha con atención, como si se tratase de un intelectual consagrado refiriendo sus últimas investigaciones. Algunos tomaban notas, otros asentían con la sonrisa del que reconoce en el otro, honestamente, superioridad en el pensamiento y en la capacidad de expresarlo con elegancia.
—...desgracia que le acontece al personaje de Loco por Mary, cuando está en el baño y se sube, apurado, el cierre—proseguía el Concha, refundiendo en un discurso delirante mitos, banalidades de la cultura popular y reflexiones pretendidamente serias.
A pesar de lo hilarante de la situación, todos seguían con sensible respeto los derroteros de su disertación, que no escatimó en neologismos como “braguetear”,  “calzoneado” o “poronguera”.
Me desperté en medio de la noche más angustiado que al acostarme. En la soledad de mi cama de soltero, reflexioné durante un rato acerca de ese sueño en que, de un modo carnavalesco, el Concha aparecía coronado con todos los laureles que yo anhelaba.  ¿Acaso lo envidiaba? Sin estar seguro, comenzaba a comprender que, pese a todo, el Concha era un sujeto auténtico, descaradamente auténtico. Sus farsas y mentiras, en todo caso, no estaban dirigidas a ganar el reconocimiento del otro más que en aquellos aspectos que le permitieran sobrevivir. Había algo de inocencia es su modo de encarar el mundo, algo que podría denominarse candidez. Vagamente, recordé la figura del Lazarillo de Tormes antes de poder dormirme.
Los días que mediaron entre la primera visita a su casa y el reencuentro los ocupé en las clases y en dar forma a mi intervención en el Congreso. El domingo a la noche, cuando sonó el teléfono, supe que era él. Quedamos en que, al día siguiente, pasaría después del colegio por su casa. Y cumplí.
La habitación estaba más o menos como la recordaba, solo que algo más sucia. Lo noté ansioso.
—Esta idea me surgió luego de estudiar el caso —dijo con la seriedad de Santos, el personaje de Los simuladores—. Ser trolo está de moda. Los trolos, los bi, los trans, los lesbo-gay-tranformistas, los metro y todo tipo de combinaciones degeneradas están de moda. Hasta los que tienen pija y concha al mismo tiempo están de moda, que no me acuerdo cómo mierda es que les dicen.
—Hermafroditas.
—Exacto. Sos todo un culto vos, Eduardo, eh.
Se quedó un segundo pensativo, y me largó:
—No sos puto vos, ¿no?
La pregunta me incomodó: no comprendía por qué la había formulado. Tal vez porque no tenía pareja, o quizás porque había estudiado Letras. De cualquier modo, no quería que pensara que era homosexual. Tampoco, pensé, podía responder con vehemencia que no lo era, porque podría pasar por homofóbico. Una respuesta serena, firme pero despreocupada, era lo que necesitaba.
—No, no —le dije, pero sonó vehemente.
—Digo, como sabés de estas cosas. Viste que los putarracos se camuflan bastante bien...
—No, no soy homosexual, Concha —me defendí de lo que no quería defenderme.
—Bien. Antes que nada, te quiero aclarar...
—Ya sé: que tenés amigos homosexuales —me anticipé al cliché.
—No, amigos no. Pero sí un tío puto. Viste, en cada familia hay un tío mascatripa. El típico tío solterón, raro. Ese al que le dicen delicado y también, desde hace un tiempo, afrancesado.
Tuve que rendirme a esa verdad, porque en mi familia había un gay.
—Lo que yo quiero es ver si me puedo colar en algún programa de televisión con el verso de que me la lastro. Me di cuenta de que ser puto te abre puertas. No lo digo por la del culo, porque nunca me “puertearon”, sino por las verdaderas puertas de la fama. Fijate: Florencia de la V –de la verga, le digo yo–, Ronnie Arias, Zulma Lobato, Polino, Marley...
—Pará —lo interrumpí—, que de Polino y de Marley no hay confirmación.
—¿Qué? No me digas que vos fuiste de los boludos que se sorprendieron con lo de Ricky Martin...
—No, pero hasta que no deciden salir del closet...
—¿No sabías que a Ricky Martin, una vez, le sacaron medio litro de leche del estómago?
—Concha, eso es un mito urbano.
—¿Mito urbano? Acercale el ojete a Marley y fijate cómo te lo deja, Eduardo. Por favor... Con esa gente hay que pegar el culo a la pared porque si no, de un saque y sin aviso te empalan con el mástil de carne. Me extraña de vos, un intelectual... ¿Sabés la cantidad de giles que lechearon estos, ocultos detrás del mito? En fin, pensá como quieras. Yo te llamé porque hoy se hace un casting para un programa de historias de vida. Me enteré el otro día, con lo de los gordos. El portero ese del que te hablé me dijo que, todos los días, la cuadra se llenaba de bichos raros. Gordos, tortilleras, travesaños. También villeros, drogadictos, mujeres golpeadas y otras huevadas. En el único papel en que me vi fue en el de soplanuca. Averigüé cosas de maracas, hábitos, costumbres, medios de vida y demás y hoy me presento. Por eso quería tu asesoramiento. Si quedo, vienen a mi casa y me hacen una entrevista.
Él Concha no me pudo precisar de qué programa se trataba. Intuí que era alguno similar a Calles salvajes o algo por el estilo.
El papel para el que me había convocado era el de asesor de imagen.
Sin ningún pudor, se desnudó delante de mí. Tomó de su guardarropa un par de prendas que había conseguido en una Feria americana y comenzó a vestirse.
Se enfundó en un jean blanco, ajustado.
—Para que se me marque el orto y el paquete. Pantalón blanco, igual, puto —dijo.
 Vistió su torso con una remera rosa escote en V con la imagen de la Marilyn Monroe de Andy Warhol. En los pies se calzó un par de zapatos náuticos.
—¿Qué tal?
Era una imagen verdaderamente grotesca, pero no podía dejar de reconocer que el Concha había logrado reconstruir cierto estereotipo del homosexual.
—Si no me la como, ando con los cubiertos en el bolsillo ¿no? Je, je...
Asentí, y me sentí mal.
—Bueno, repasemos. Voy a ir con la típica historia de puto, la historia de fogón. Esa que sabemos todos, como el tema “Rasguña las piedras” de ese otro puto famoso. Voy a inventar que, de chiquito, no me gustaba jugar a la pelota. Me encerraba a jugar con muñecas y a hacer tortitas, a pesar de que mi padre me amenazara con romperme el culo a patadas. Hasta los diez o doce años, no me metí nada en el ano: eso comencé a hacerlo después de tomar un par de clases con un profesor de música –de flauta dulce voy a decir–. No sé si me entendés: no voy a ser tan obvio de decir que el profesor de música me la puso; lo voy a insinuar: pienso repetir que el tipo me enseñó a soplar la flauta en su casa, pero que no quiero hablar de eso. Después de preparar el ambiente, voy a largar, de pasada, que me colé un par de dedos en el orto. ¿Me seguís?
 Lo seguía.
—Estaba entre profesor de música y de gimnasia. Viste que son dos empleos de riesgo: pendejo que aparece con la cola como mandril, van a buscar al de música o gimnasia.
“Bueno, el cuento sigue con mi profesión. Me armé todo un itinerario laboral del trolo promedio. Hice un curso de peluquería, uno de maquillaje y algo de pastelería. Desistí de lo de chef: los putos emigraron a otras profesiones. Lo de diseñador de moda, así como lo de diseño de interiores, también lo descarté porque mucho no entiendo de ropa o de muebles, viste. Si me llegan a preguntar algo, me abatato y al carajo con la representación.
—Claro, claro —meché.
—¿Vos creés que me van a revisar el aro del culo?
Lo más increíble es que me lo preguntaba en serio.
—No, no creo.
—Joya. De última les digo que cago sin hacer fuerza, y listo.
De una caja de zapatos que usaba como cajón, sacó un arito y un collar de semillas.
—Me olvidaba de lo más importante —dijo, mientras se los ponía.
—No tengo agujerito —aclaró—. Este es uno de los que se abrochan.
Se miró en el reflejo del vidrio de la ventana (del vidrio detrás del cual observa a la vecina, recordé), y sonrió satisfecho. Como si me hubiese leído el pensamiento, agregó:
—Che, mi amiga me prestó un morral. ¿Viste esos morrales de cuero, que llevan los putardos de la cinefilia? Bueno, acá está.
Me lo mostró. Ni le pregunté con qué excusa se lo habría pedido.
No quería, entre tanta cosa bizarra, pasar sin decir nada. No para convencerlo de otra cosa porque, como ya dije, era imposible, sino para dejar otro punto de vista.
—Concha, ¿no te parece que la homosexualidad es algo serio? Digo, viste que es una lucha por el reconocimiento de sus derechos, de una libertad por la que vienen bregando desde hace tiempo. La comunidad gay podría sentirse ofendida...
—¿Por qué? A ellos les conviene que haya cada vez más putos que salen del ropero. Les estoy dando una mano, Eduardo... Además, lo mío es por una causa justa: de algo hay que vivir.
El Concha se desvistió antes de salir. Dijo que no le daba la cara para salir así a la calle. Se iba a preparar para el casting en uno de los baños de la estación de Constitución, que queda cerca del canal.
—¿Cómo vas con el tema del Congreso? —preguntó.
—Bien, ya estoy terminando la ponencia.
—Perfecto. Allí estaré.
Nos despedimos en la boca del subte. Quedamos en que hablábamos para ver cómo le había ido.
Me fui pensando que le iría bien. No que estuviese bien lo que estaba haciendo, sino que podría llegar a tener suerte. En cierto modo, daba con el target de los sujetos que aparecían en televisión...