jueves, 17 de mayo de 2012

Capítulo VI


Capítulo en el que se cuenta el intento del Concha por aprovechar los resquicios abiertos por la lucha de género, la exasperación de la diferencia y las políticas gay friendly

Mientras volvía a casa, en el subte, me lo imaginaba al Concha en el Congreso de Letras que se avecinaba. Mejor no pensar, me dije. En una de esas, se aburre rápido y se va. Además, no es seguro que vaya. Tal vez lo de acompañarme era una forma de cortesía, por el favor que me había pedido. Pero no podía engañar a mi temor, porque sabía bien que la cortesía no era una de las características del Concha.
Faltaba una semana para el evento y mi ponencia, que versaba sobre la recuperación del concepto aristotélico de catarsis que, vía Lessing, realiza Lukács, permanecía inconclusa. En mi escritorio descansaban, puntillosamente anotadas, la Poética de Aristóteles, la Dramaturgia de Hamburgo y la Minna von Barnhelm del iluminista alemán, y el análisis que de esa comedia había hecho Lukács, allá por 1963. No encontraba el sosiego necesario para darle forma al texto.
Era cerca de la una de la mañana cuando abandoné todo intento. A mi pesar, no era una traba teórica la que me impedía seguir, sino la idea del casting al que habría de presentarse el Concha. Había dicho, textualmente, que iría a un casting de putos. No sabía bien qué era lo que tramaba, y esa incógnita volvía cada vez que intentaba concentrarme en la catarsis de la tragedia griega.
Agobiado, me fui a dormir. Tuve un sueño absurdo y vergonzoso. En él, el Concha disertaba en un aula magna, ante una multitud, sobre los riesgos de una bragueta con cierre y los beneficios de una con abrojo.
­—El cierre, señores, es la versión moderna del mito de la vagina dentata. Es decir, la leyenda de una argolla con dientes que le come la poronga a los que la ensartan.
En mi sueño, los asistentes escuchaban al Concha con atención, como si se tratase de un intelectual consagrado refiriendo sus últimas investigaciones. Algunos tomaban notas, otros asentían con la sonrisa del que reconoce en el otro, honestamente, superioridad en el pensamiento y en la capacidad de expresarlo con elegancia.
—...desgracia que le acontece al personaje de Loco por Mary, cuando está en el baño y se sube, apurado, el cierre—proseguía el Concha, refundiendo en un discurso delirante mitos, banalidades de la cultura popular y reflexiones pretendidamente serias.
A pesar de lo hilarante de la situación, todos seguían con sensible respeto los derroteros de su disertación, que no escatimó en neologismos como “braguetear”,  “calzoneado” o “poronguera”.
Me desperté en medio de la noche más angustiado que al acostarme. En la soledad de mi cama de soltero, reflexioné durante un rato acerca de ese sueño en que, de un modo carnavalesco, el Concha aparecía coronado con todos los laureles que yo anhelaba.  ¿Acaso lo envidiaba? Sin estar seguro, comenzaba a comprender que, pese a todo, el Concha era un sujeto auténtico, descaradamente auténtico. Sus farsas y mentiras, en todo caso, no estaban dirigidas a ganar el reconocimiento del otro más que en aquellos aspectos que le permitieran sobrevivir. Había algo de inocencia es su modo de encarar el mundo, algo que podría denominarse candidez. Vagamente, recordé la figura del Lazarillo de Tormes antes de poder dormirme.
Los días que mediaron entre la primera visita a su casa y el reencuentro los ocupé en las clases y en dar forma a mi intervención en el Congreso. El domingo a la noche, cuando sonó el teléfono, supe que era él. Quedamos en que, al día siguiente, pasaría después del colegio por su casa. Y cumplí.
La habitación estaba más o menos como la recordaba, solo que algo más sucia. Lo noté ansioso.
—Esta idea me surgió luego de estudiar el caso —dijo con la seriedad de Santos, el personaje de Los simuladores—. Ser trolo está de moda. Los trolos, los bi, los trans, los lesbo-gay-tranformistas, los metro y todo tipo de combinaciones degeneradas están de moda. Hasta los que tienen pija y concha al mismo tiempo están de moda, que no me acuerdo cómo mierda es que les dicen.
—Hermafroditas.
—Exacto. Sos todo un culto vos, Eduardo, eh.
Se quedó un segundo pensativo, y me largó:
—No sos puto vos, ¿no?
La pregunta me incomodó: no comprendía por qué la había formulado. Tal vez porque no tenía pareja, o quizás porque había estudiado Letras. De cualquier modo, no quería que pensara que era homosexual. Tampoco, pensé, podía responder con vehemencia que no lo era, porque podría pasar por homofóbico. Una respuesta serena, firme pero despreocupada, era lo que necesitaba.
—No, no —le dije, pero sonó vehemente.
—Digo, como sabés de estas cosas. Viste que los putarracos se camuflan bastante bien...
—No, no soy homosexual, Concha —me defendí de lo que no quería defenderme.
—Bien. Antes que nada, te quiero aclarar...
—Ya sé: que tenés amigos homosexuales —me anticipé al cliché.
—No, amigos no. Pero sí un tío puto. Viste, en cada familia hay un tío mascatripa. El típico tío solterón, raro. Ese al que le dicen delicado y también, desde hace un tiempo, afrancesado.
Tuve que rendirme a esa verdad, porque en mi familia había un gay.
—Lo que yo quiero es ver si me puedo colar en algún programa de televisión con el verso de que me la lastro. Me di cuenta de que ser puto te abre puertas. No lo digo por la del culo, porque nunca me “puertearon”, sino por las verdaderas puertas de la fama. Fijate: Florencia de la V –de la verga, le digo yo–, Ronnie Arias, Zulma Lobato, Polino, Marley...
—Pará —lo interrumpí—, que de Polino y de Marley no hay confirmación.
—¿Qué? No me digas que vos fuiste de los boludos que se sorprendieron con lo de Ricky Martin...
—No, pero hasta que no deciden salir del closet...
—¿No sabías que a Ricky Martin, una vez, le sacaron medio litro de leche del estómago?
—Concha, eso es un mito urbano.
—¿Mito urbano? Acercale el ojete a Marley y fijate cómo te lo deja, Eduardo. Por favor... Con esa gente hay que pegar el culo a la pared porque si no, de un saque y sin aviso te empalan con el mástil de carne. Me extraña de vos, un intelectual... ¿Sabés la cantidad de giles que lechearon estos, ocultos detrás del mito? En fin, pensá como quieras. Yo te llamé porque hoy se hace un casting para un programa de historias de vida. Me enteré el otro día, con lo de los gordos. El portero ese del que te hablé me dijo que, todos los días, la cuadra se llenaba de bichos raros. Gordos, tortilleras, travesaños. También villeros, drogadictos, mujeres golpeadas y otras huevadas. En el único papel en que me vi fue en el de soplanuca. Averigüé cosas de maracas, hábitos, costumbres, medios de vida y demás y hoy me presento. Por eso quería tu asesoramiento. Si quedo, vienen a mi casa y me hacen una entrevista.
Él Concha no me pudo precisar de qué programa se trataba. Intuí que era alguno similar a Calles salvajes o algo por el estilo.
El papel para el que me había convocado era el de asesor de imagen.
Sin ningún pudor, se desnudó delante de mí. Tomó de su guardarropa un par de prendas que había conseguido en una Feria americana y comenzó a vestirse.
Se enfundó en un jean blanco, ajustado.
—Para que se me marque el orto y el paquete. Pantalón blanco, igual, puto —dijo.
 Vistió su torso con una remera rosa escote en V con la imagen de la Marilyn Monroe de Andy Warhol. En los pies se calzó un par de zapatos náuticos.
—¿Qué tal?
Era una imagen verdaderamente grotesca, pero no podía dejar de reconocer que el Concha había logrado reconstruir cierto estereotipo del homosexual.
—Si no me la como, ando con los cubiertos en el bolsillo ¿no? Je, je...
Asentí, y me sentí mal.
—Bueno, repasemos. Voy a ir con la típica historia de puto, la historia de fogón. Esa que sabemos todos, como el tema “Rasguña las piedras” de ese otro puto famoso. Voy a inventar que, de chiquito, no me gustaba jugar a la pelota. Me encerraba a jugar con muñecas y a hacer tortitas, a pesar de que mi padre me amenazara con romperme el culo a patadas. Hasta los diez o doce años, no me metí nada en el ano: eso comencé a hacerlo después de tomar un par de clases con un profesor de música –de flauta dulce voy a decir–. No sé si me entendés: no voy a ser tan obvio de decir que el profesor de música me la puso; lo voy a insinuar: pienso repetir que el tipo me enseñó a soplar la flauta en su casa, pero que no quiero hablar de eso. Después de preparar el ambiente, voy a largar, de pasada, que me colé un par de dedos en el orto. ¿Me seguís?
 Lo seguía.
—Estaba entre profesor de música y de gimnasia. Viste que son dos empleos de riesgo: pendejo que aparece con la cola como mandril, van a buscar al de música o gimnasia.
“Bueno, el cuento sigue con mi profesión. Me armé todo un itinerario laboral del trolo promedio. Hice un curso de peluquería, uno de maquillaje y algo de pastelería. Desistí de lo de chef: los putos emigraron a otras profesiones. Lo de diseñador de moda, así como lo de diseño de interiores, también lo descarté porque mucho no entiendo de ropa o de muebles, viste. Si me llegan a preguntar algo, me abatato y al carajo con la representación.
—Claro, claro —meché.
—¿Vos creés que me van a revisar el aro del culo?
Lo más increíble es que me lo preguntaba en serio.
—No, no creo.
—Joya. De última les digo que cago sin hacer fuerza, y listo.
De una caja de zapatos que usaba como cajón, sacó un arito y un collar de semillas.
—Me olvidaba de lo más importante —dijo, mientras se los ponía.
—No tengo agujerito —aclaró—. Este es uno de los que se abrochan.
Se miró en el reflejo del vidrio de la ventana (del vidrio detrás del cual observa a la vecina, recordé), y sonrió satisfecho. Como si me hubiese leído el pensamiento, agregó:
—Che, mi amiga me prestó un morral. ¿Viste esos morrales de cuero, que llevan los putardos de la cinefilia? Bueno, acá está.
Me lo mostró. Ni le pregunté con qué excusa se lo habría pedido.
No quería, entre tanta cosa bizarra, pasar sin decir nada. No para convencerlo de otra cosa porque, como ya dije, era imposible, sino para dejar otro punto de vista.
—Concha, ¿no te parece que la homosexualidad es algo serio? Digo, viste que es una lucha por el reconocimiento de sus derechos, de una libertad por la que vienen bregando desde hace tiempo. La comunidad gay podría sentirse ofendida...
—¿Por qué? A ellos les conviene que haya cada vez más putos que salen del ropero. Les estoy dando una mano, Eduardo... Además, lo mío es por una causa justa: de algo hay que vivir.
El Concha se desvistió antes de salir. Dijo que no le daba la cara para salir así a la calle. Se iba a preparar para el casting en uno de los baños de la estación de Constitución, que queda cerca del canal.
—¿Cómo vas con el tema del Congreso? —preguntó.
—Bien, ya estoy terminando la ponencia.
—Perfecto. Allí estaré.
Nos despedimos en la boca del subte. Quedamos en que hablábamos para ver cómo le había ido.
Me fui pensando que le iría bien. No que estuviese bien lo que estaba haciendo, sino que podría llegar a tener suerte. En cierto modo, daba con el target de los sujetos que aparecían en televisión...

4 comentarios:

Silvana dijo...

Muy bueno, Eduardo. Espero más aventuras.

Nicolás Aimetti dijo...

Sí sí, la historía se va poniendo cada vez más interesante.

Unknown dijo...

Es que el Concha no da respiro, Nicolás!!

loolapalooza dijo...

jajaja