viernes, 4 de mayo de 2012

Capítulo V


Acerca de una visita a la casa del Concha en la que expone sus opiniones sobre la obesidad

Cerca del mediodía, cuando entré en la sala de profesores, una noticia me dejó helado:
—¿Te enteraste de lo del suplente de Biología?
—No. ¿Qué pasó?
—Parece que tuvo un accidente de tránsito. Hoy llamó el hermano para avisar.
Quedé descolocado.
—¿Pero él está bien? —pregunté.
—No sé nada más —me dijo la profesora de Historia—. Lo chocó una camioneta cuando cruzaba la calle.
Salí al patio y llamé a la casa. Era el único teléfono que tenía. Pensé que, quizás, podría hablar con algún familiar.
Me atendió un contestador automático.
—Hola, mi nombre es Eduardo y soy compañero...
Una voz conocida atendió:
—Qué hacés, pelotudo.
—¿Concha? ¿Estás bien?
—Sí, claro —dijo. Y, comprendiendo, agregó: —Ah, es por lo del accidente. Lo inventé porque me quedé dormido. Igual, no creo que vuelva al colegio. ¿Vos volverías a un aula en la que te cagaste como peludo en la bolsa?
Mi angustia se transformó, frente a sus palabras, en exasperación. Le dije que no podía hacer ese tipo de bromas, que la gente se preocupa de forma innecesaria.
—Tranquilo, che. Es una mentira para irme del colegio de manera elegante. Así no me llaman más por un tiempo...
La culpa era mía, solamente mía, por meterme con gente como él. No quedaban dudas: se podía esperar cualquier cosa del Concha.
—¿Por qué no te pasás por casa, después del colegio? Voy a estar al pedo.
Aunque algo debilitada –o, mejor dicho, aguijoneada–, la pulsión bizarra respondió por mí:
—Pasame la dirección.
Y así fue que, esa tarde, poco después de las cuatro, me encontré tocando el timbre de un edificio de Almagro.
Bajó en piyama y ojotas. Subimos en ascensor hasta el piso 6to.
—Pasá, sentite como en tu casa.
No pude cumplir con su pedido: el monoambiente en que vivía era un antro devastado. Había botellas y latas de cerveza vacías por toda la habitación, mugre, una porción de pizza con hongos que podía ser de hacía una semana o un mes, un par de DVD´s pornográficos truchos desparramados por el suelo. El mobiliario estaba conformado por un colchón, una computadora montada en un pequeño escritorio, una mesa y dos sillas. No hacía falta ser un esteta para deprimirse en semejante lugar. Me acomodé como pude.
—Che, Concha, te fuiste un poco lejos con la mentira del colegio...
—No iba a poder volver, qué querés...
—Claro, dar una materia de la que no conocés...
—No lo digo por eso, sino por lo del pedo. Si hay cada chanta disfrazado de profesor...
Me daba un poco de temor comprobar que existía gente como él, sin barreras. Al mismo tiempo, creo que lo admiraba. Yo, que siempre fui tan temeroso, que siempre tuve un súper-yo enorme vigilando mis movimientos, me venía a topar con un tipo que avanzaba a fuerza de pura decisión, sin trabas. Tal vez era, efectivamente, un amoral. En todo caso, era preferible a ser un inhibido, como yo.  Sin exagerar, creía que el Concha era capaz de dar vuelta el mundo como un zoquete. (Releyendo esta última frase, pensé si el Concha no me habría inoculado, en los pocos encuentros que tuvimos, su veneno expresivo. ¿Nos estaríamos, acaso, metamorfoseando el uno en el otro? Recordé cómo algunos críticos hispanistas mencionaban, a propósito de la obra cumbre de Cervantes, un proceso de quijotización” de Sancho y “sanchificación” de Quijote a lo largo de la novela. Me avergoncé de haber hecho esta relación. Aquí no había ningún Sancho, ni ningún Quijote, ni nada que se acercara a Cervantes. En todo caso, éramos un dúo conformado por un sujeto vulgar y un fracasado que se desahoga escribiendo. Y, en todo caso, yo estaba más cerca de vulgarizarme que él de fracasar.)
—El tema con la docencia es el pijazo de tener que madrugar —continuó—. Tal vez si agarrara horas por la tarde...
 Sin cuestionar nada de lo que decía, le pregunté:
—¿Y ahora, a qué te vas a dedicar?
—Yo hago cualquier cosa, Eduardo. La semana que viene, por ejemplo, pienso ir a un casting.
—¿Un casting?
—Sí, para un programa de televisión. Voy a ver si me hago pasar por puto.
—¿Qué me estás diciendo?
—¿No viste que comertelá está de moda? Si decís que te chupaste un par de pijas alguna vez, tenés chance de salir en la tele.
—¿Me podés decir de dónde sacaste esta idea descabellada?
—Dejame que te cuente. El otro día, cuando volvía de un putero de Constitución, me encontré con lo que parecía una procesión de gordos.
Tarde o temprano, iba a llegar el momento. Me había anunciado algo sobre sus ideas acerca de la obesidad. Espero que ningún lector –si es que alguien lee esto– se ofenda sobre las barbaridades que siguen.
—No se trataba de gente con algunos kilos de más, que a cualquiera le puede pasar, sino de una verdadera manada de gordos. ¿Cómo se decía manada de cerdos?
—¿Piara?
—Eso, una piara haciendo fila en la vereda de Canal Trece.
Como si de repente hubiese pensado en mí, me preguntó:
—¿Querés chupar algo?
Eran las cinco de la tarde, como mucho.
—No, te agradezco.
Destapó una cerveza, tomó largo del pico, eructó y prosiguió:
—Era una larga fila –mejor dicho, una ancha fila­– de gordos cebados, de esos que son bien tetones, que no sabés si son tipos o minas amachorradas.
Le hice un gesto afirmativo que pude haber evitado.
—Bueno. Resulta que me acerqué a donde estaba un portero de edificio, bien al pedo, que andaba meta dar brillo al bronce de los timbres con la gamuza.
“¿Qué mierda es eso?, le pregunté señalando al ganado. ¿Les van a regalar comida?
“No, me dijo, es un casting para Cuestión de peso. Hoy es el día de los hombres.
“Ahí mismo, en ese preciso instante, me surgió la idea del presentarme a un casting como trolo.
“Te sigo contando la anécdota. Yo, que soy medio curioso, me quedé a mirar. Vi que algunos, medio rellenitos, salían con cara de orto. Claro, los habían rechazado: no estaban lo suficientemente hinchados como para salir en la tele. Me hice el interesado y le hablé a uno de esos cuando pasó cerca.
“¿No te tomaron?, le pregunté.
“Y no, me dijo, me cagó uno que andaba arriba de los 250.
“Medio que me dio lástima el gordo. Todos sus sueños de ser un chancho famoso se habían ido al carajo. Se le notaba en la cara que quería pasearse por el canal con una remera XXXL que tuviera estampado el kilaje, que lo pesaran en una balanza del zoológico, que lo acusaran de robarle la vianda a otros gordos y esas cosas que pasan en el programa. Los hijos de puta lo habían discriminado... Le quise dar ánimos.
“No te aflijas, che, le dije, andá a morfar a lo loco. Pan, papa, pasta, la dieta de las tres ʻPʼ. Acordate: pan, papa, pasta. Mucha gaseosa, mucho helado. Nada de aceite: manteca,  mandale manteca a todo. De ahora en más, prohibido el Chucker: azúcar. Vas a ver cómo te venís en un par de semanas... Cuando menos te lo esperes, vas a descubrir que para pegarle un manotazo a la verga vas a tener que escarbar a ciegas del otro lado de la buzarda. Creeme: no te va a reconocer ni tu vieja...
“El gordito me agradeció el consejo y se metió en un McDonald´s para calmar el bajón de quedar afuera. Pero le faltaba... Imposible competir con los tanques australianos que había en la cola.
Me indigné un poco escuchándolo.
—¿Por qué le dijiste eso? La obesidad, Concha, es una enfermedad.
—Le dije para ayudarlo. ¿Y desde cuando la obesidad es una enfermedad? No me vas a decir que te comiste la boludez de la tiroides.
­—A veces es orgánico...
—Lo del desarreglo hormonal es una pelotudez, Eduardo. Se clavan una docena de milanesas con un kilo de papas fritas y le echan la culpa a la pobre glándula. Dejate de joder. ¿Sabés de qué me di cuenta a partir de la charla con el gordo? De que no es a todos que les tengo bronca.
­—Ah, me quedo más tranquilo...
No entendió la ironía.
—Claro, claro, no me malinterpretes. A los que no me banco es a los que gozan morfando y cuando el ojete no les pasa por el molinete del subte o el ascensor, que no es un montacargas, no puede despegar con ellos encima, dicen “¡Discriminación, discriminación!”.
Siempre así de enfático, el Concha despotricaba contra los gordos como un templario se empecinaba en recuperar Tierra Santa.
—Cualquier cosa que los incomoda en su condición de gordos es un problema de los otros. Escuchá esto. El año pasado pasé una temporada en Villa Gesell. Estaba tirado en la arena cuando escuché una discusión. Me acerqué y vi que un híper gordo acusaba al dueño de un parador. Parece que había alquilado un espacio con sombrilla y sillitas y ahora comprobaba que el orto no le cabía en la reposera. Pero no es que no le cabía por poco: no podía embutir adentro ni una nalga. Lo voy a denunciar, por no respetar los derechos de los que somos diferentes, le dijo el gordo.
El Concha siguió con otras anécdotas de obesos a los que, por supuesto, no llamaba de esta manera sino de mil formas altamente ofensivas. Se compadeció de un camillero del SAME al que había visto en las noticias.  Según él, el infeliz había contraído una hernia de disco que lo dejó postrado durante un mes luego de intentar socorrer en la vía pública a un gordo que se había ido de espaldas luego de patinarse con el helado que se le había chorreado.
—Es un poco duro lo que decís...
—Ojo, no te confundas, que yo tengo amigos gordos.
Le dije que ese era el argumento típico de los que quiere atajarse de las acusaciones de discriminación.
Trató de explicarse. Como siempre, intentaba darle a esta y a otras cuestiones irrelevantes ribetes filosóficos. Eso es lo que me atraía del Concha: su semblante de un Sócrates contemporáneo recorriendo todos los tópicos de la incorrección política. Con este y otros temas espinosos, desplegaba una batería argumental como si de ganar la discusión dependiese una enorme suma de dinero.
—El tema es querer que el mundo se ajuste a todas tus peculiaridades. Imaginate esto: sube un enano al colectivo y exige, porque se siente discriminado, que pongan la máquina de las monedas a medio metro del piso. Todas las líneas, para no quedar en falta, la bajan. Después viene un tipo que mide 2 metros 20 y pide que suban el techo del bondi y eleven la máquina. Después sube un tipo sin manos ni piernas y pide un bebedero para escupir las monedas...
A medida que iba terminado la cerveza, su posición se radicalizaba cada vez más. No tenía sentido convencerlo de nada, ni discutir sus ideas. Solamente escuchar.
Después de un rato, miré el reloj. Tenía que irme.
—Quiero aprovechar lo que queda del día para terminar una ponencia para un Congreso de Letras.
Lo dije con aires de importancia, como solía tomarme esas cosas. Creía que, yendo a esos eventos, me iba a convertir en un intelectual.
—Interesante, che. Te voy a acompañar.
Me dio escalofríos.
—No hace falta, es un evento medio especializado. No creo que entiendas mucho.
—Pero si es sobre literatura, Eduardo. No pensarás que soy un boludo ¿no? Además, es para acompañarte.
¿Para qué darle vueltas al asunto? Iba a ir conmigo.
—Eso sí: quería ver si me das una mano con el tema del casting.
Me había olvidado.
—Es la semana que viene, por la tarde. Hoy por ti, mañana por mí.
Se sonrió con su sonrisa de Concha mientras yo sentía que venía embalado en una seguidilla de decisiones incorrectas.

2 comentarios:

Silvana dijo...

Buenísimo. Espero el siguiente capítulo.

loolapalooza dijo...

...jajaj pulsión bizarra..jajaj