martes, 24 de abril de 2012

Capítulo IV



Que trata acerca de las opiniones del Concha sobre los cinéfilos


Caminamos algunas cuadras y nos metimos en un bar.
Como si lo hubiese ofendido en alguna fibra íntima del alma, el Concha se despachaba con virulencia sobre la película.
—Una verga, una reverenda verga. El director, la película y todo el soretaje que miraba extasiado. ¿Les prestaste atención?
—¿A quiénes? ¿A los espectadores?
—Sí. Qué raza de hijos de puta, los cinéfilos... Todos los que son medio hijos de puta, se llaman con una palabra que termina en “filo”.
Hablaba como un filólogo.
—“Filo” es una palabra que viene del griego —le expliqué—. Algunas terminan, y otras empiezan con “filo”.
—Sí, pero cuando empieza con “filo” es que son boludos, no hijos de puta. Como “filósofo”.
Era claro que el Concha no necesitaba de explicaciones, porque no tenía dudas. Pero seguí:
—“Filo” significa “amor”. Filósofo es el que ama la sabiduría.
No le importó.
—Cuando era chico, cerca de casa vivía un viejo que tenía un enorme cagadero de palomas. La casa del colombófilo, decían en el barrio. Qué mierda es eso, nunca supe.
—Colombófilo significa “el que ama las palomas”.
Hablamos algo más del tema. Lo desasné, porque preguntó, acerca del verdadero sentido del término “pedófilo”. Parece ser que todo este tiempo había estado confundido con la raíz de la palabra... No tenía nada que ver, le aseguré, con las flatulencias.
—En fin, como sea —continuó—, los cinéfilos son una plaga del siglo XXI.
—¿Y a vos de dónde te sale tanta bronca contra ellos? No parecés muy ligado al mundo del cine...
—No, lo que pasa es que, pegado a mi casa, vive una mina de la que me hice medio amigo. Una pendeja, estudiante. Como un día la vi en el ascensor con un perrito, le inventé que yo era paseador y que, si quería, por poca guita se lo sacaba. La mina estudia y trabaja, y anda con poco tiempo; por eso, agarró viaje.
Las astucias del Concha para sobrevivir no tenían límites Ni imaginativos, ni morales.
—No duré mucho con eso. Ella tiene un caniche toy, así que imaginate. Cada vez que lo sacaba empezaban puto de acá, puto de allá. No aguanté. Al cuarto o quinto puto que me largaron yo respondí. Para algunos, no hay peor cosa que les digas que le hacés el orto a su madre. Uno me corrió como dos cuadras. Casi me agarra, porque yo tuve que alzar al caniche y rajar en contramano por el medio de la calle. De ahí, nunca más. A la mina le dije que yo paseaba a un gran danés que se lo quería montar, y que me daba miedo lo que pudiese pasar si lo ensartaba. Ella medio que entendió, por la cara que puso cuando le conté. ʻTe lo va a partir al medioʼ, le expliqué. Y listo.”
Yo empecé a pensar que a Freud se le había escapado, cuando describió las pulsiones, la existencia de una que latía en mí: la pulsión bizarra. Se parece a la de muerte, pero es diferente y mucho más pertinaz. Siguiendo ese impulso, le recordé que me iba a hablar de los cinéfilos.
—Ah, sí —prosiguió—. El tema es que esta vecina es medio fanática del cine. Yo lo supe desde el principio porque, como la ventana de mi habitación da al living de ella, la veía todas las noches sentada en un sillón mirando unos bodrios increíbles. Cogérmela, nunca me la cogí, pero cada dos por tres me clavo un par pajas mirándola desde atrás de la cortina, hasta que se me agarrota la muñeca.
“Un día, como para ver qué onda, la enganché en el ascensor y le comenté que me interesaba el cine. Fue como un ʻÁbrete, sésamoʼ. La mina me empezó a tirar no sé qué cantidad de directores, actores, gente de la que yo no tenía ni la más puta idea. Yo le decía a todo que sí, que eran excelentes. Me preguntó por mi director favorito y le inventé uno que sonaba más o menos como los que ella me nombraba: Mishel Pringó. Hasta le inventé dos películas, apelando a las cosas que se me venían a la mente con tal de ver si se la podía poner: Crepúsculo al atardecer y Noche sin sol. Los títulos la maravillaron. Dijo no sé qué cosas del arte de la redundancia, del oxímoron ‒que no sé qué carajo es­‒ y alguna  que otra exquisitez. Me preguntó de qué se trataban y yo, haciéndome el misterioso, le dije que no se podían poner en palabras: había que verlas. Para que no sacara la mentira tan fácil, le dije que las había alquilado de un video club especializado de Lugano. Todavía las debe de estar buscando...
“El caso es que, entusiasmada por mi gusto, me dijo que el sábado se juntaban en la casa unos amigos de cine para ver una película y que, si quería, podía pasar. Y fui.”
Me tranquilizó saber que no era el único en el mundo que caía en sus redes.
—Ahí, en la casa de esta mina, conocí a esta comparsa. Todos eran tal cual los que vimos hoy: misma ropa, mismo peinado, mismo morral. A mí medio que me acorralaron con sus preguntas sobre cine. Como caí medio en pedo, no tuve problemas para hablar. Yo salté con Rambo, Cobra, las viejas de Stallone, viste. Mandé alguna que otra nueva, pero en general eran todas de la década del noventa. Cuando me di cuenta de que iban a poner la película, me rajé con una excusa cualquiera. Creeme, Eduardo: cinéfilo, colombófilo, pedófilo, todo lo mismo.
Mis explicaciones del significado de las palabras, era claro, las había desestimado. Seguía usándolas a su antojo.
Conversamos un rato más. Luego, pagamos y salimos del lugar. Era tarde, y al otro día había que ir a trabajar.
Mientras volvía en colectivo, recordé que habíamos quedado en que me iba a decir algo de los gordos. Me sentí bien por mi olvido de preguntarle. Tal vez, no existía tal pulsión bizarra, me dije.
En menos de doce horas, esa última duda salvadora caería.

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