De cómo lo conocí al Concha
Todavía no sé qué estoy
haciendo sentándome a escribir sobre el Concha. Alguien lo tiene que hacer, me
digo, porque si no... Si no nada, no pasaría nada. El mundo seguiría girando
tan bien o tan mal como hasta ahora. Por algún motivo, sin embargo, me pongo a
escribir sobre el Concha. Definitivamente, no se lo voy a comunicar a él.
Soy profesor desde hace
un par de años en un colegio privado del conurbano. Hace un tiempo, mientras me
dirigía hacia el quiosco de la escuela en una de las horas libres, me llamó la
atención cierto bullicio que provenía de un aula. Me asomé y vi al frente de
los alumnos a un profesor desconocido. Estaba en plena clase:
—Los chicos hacen pis
por el pito y las chicas...
—¡Por la concha! —gritó
uno desde el fondo.
—No se dice concha,
sino chucha o raja.
La situación no tenía
ni pies ni cabeza. En el pizarrón se leía “Aparato escretor”. No excretor, sino
escretor.
Algunos alumnos reían.
Los más “tragas”, copiaban las barbaridades que el sujeto continuó explicando.
—Tanto hombres como
mujeres hacen caca por la cola. En esto, la naturaleza nos hizo iguales. Y esto
va para los que dicen que hay diferencias entre los sexos.
Cuando me vio junto a
la ventana, el que aparentaba ser el profesor me saludó. Respondí con un gesto
y me alejé, sin poder descifrar qué era lo que estaba pasando.
Minutos después, sonó
el timbre del recreo. Yo estaba comiendo unas galletitas en el patio cuando lo
vi que se acercaba.
—Hola, qué tal —dijo.
Lo saludé.
—¿Sos nuevo acá? —le
pregunté.
—Sí, tomé en suplencia
las horas de Biología.
—Ah, las de Marchano
—le dije cuando recordé que la profesora había pedido licencia por maternidad.
—Sí, ni idea de quién
eran. Yo soy el Concha.
Esa fue su
presentación.
La situación fue tan
grotesca que superó mi capacidad de sorprenderme.
—Me podés llamar así,
mi nombre no importa.
Y como si fuera a
confundirme, agregó:
—Ojo, es un apodo, eh. No te vayas a creer que
me asentaron así en el documento.
—No, claro. Yo soy
Eduardo. Doy Literatura.
Por inverosímil que
parezca, no me reí. Continué conversando, como si todo fuese lo más natural del
mundo.
Evité mencionarle el
error de ortografía pero, como para tratar de entender la escena que había
presenciado, le dije:
—Te vi dando clases. Vi
que tratabas de manejar un lenguaje más cercano a los chicos, con palabras que
ellos conocen. ¿Se trata de alguna corriente pedagógica nueva, o algo así?
Me puso cara de no
entender.
—Te la hago corta. No
entiendo una verga de Biología. Tomé las horas porque presenté un certificado
trucho de materias aprobadas. Era de un conocido que dejó la carrera. Fue lo
único que conseguí, viste. Si hubiera sido de Literatura, podría chamuyar algo
mejor. Es lo que hay...
Y sin que le ofreciera
me manoteó una galletita del paquete.
Así lo conocí al
Concha. Malhablado, impresentable, necesitado de salvarse apelando a los
ardides más insólitos. También, y quizás por todo esto, cautivante.
Pensé que, en esas
condiciones, no duraría mucho en el puesto. Tarde o temprano iban a saltar las
irregularidades, si es que antes no lo hacían los padres de los alumnos.
Y en verdad no duró. Pero no por esas razones.
2 comentarios:
Muy bueno, quisiera saber más de las peripecias del Concha!
Y hay más, todavía, Aioria90!! Abrazo
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