martes, 17 de abril de 2012

Capítulo I


De cómo lo conocí al Concha

Todavía no sé qué estoy haciendo sentándome a escribir sobre el Concha. Alguien lo tiene que hacer, me digo, porque si no... Si no nada, no pasaría nada. El mundo seguiría girando tan bien o tan mal como hasta ahora. Por algún motivo, sin embargo, me pongo a escribir sobre el Concha. Definitivamente, no se lo voy a comunicar a él.
Soy profesor desde hace un par de años en un colegio privado del conurbano. Hace un tiempo, mientras me dirigía hacia el quiosco de la escuela en una de las horas libres, me llamó la atención cierto bullicio que provenía de un aula. Me asomé y vi al frente de los alumnos a un profesor desconocido. Estaba en plena clase:
—Los chicos hacen pis por el  pito y las chicas...
—¡Por la concha! —gritó uno desde el fondo.
—No se dice concha, sino chucha o raja.
La situación no tenía ni pies ni cabeza. En el pizarrón se leía “Aparato escretor”. No excretor, sino escretor.
Algunos alumnos reían. Los más “tragas”, copiaban las barbaridades que el sujeto continuó explicando.
—Tanto hombres como mujeres hacen caca por la cola. En esto, la naturaleza nos hizo iguales. Y esto va para los que dicen que hay diferencias entre los sexos.
Cuando me vio junto a la ventana, el que aparentaba ser el profesor me saludó. Respondí con un gesto y me alejé, sin poder descifrar qué era lo que estaba pasando.
Minutos después, sonó el timbre del recreo. Yo estaba comiendo unas galletitas en el patio cuando lo vi que se acercaba.
—Hola, qué tal —dijo.
Lo saludé.
—¿Sos nuevo acá? —le pregunté.
—Sí, tomé en suplencia las horas de Biología.
—Ah, las de Marchano —le dije cuando recordé que la profesora había pedido licencia  por maternidad.
—Sí, ni idea de quién eran. Yo soy el Concha.
Esa fue su presentación.
La situación fue tan grotesca que superó mi capacidad de sorprenderme.
—Me podés llamar así, mi nombre no importa.
Y como si fuera a confundirme, agregó:
 —Ojo, es un apodo, eh. No te vayas a creer que me asentaron así en el documento.
—No, claro. Yo soy Eduardo. Doy Literatura.
Por inverosímil que parezca, no me reí. Continué conversando, como si todo fuese lo más natural del mundo.
Evité mencionarle el error de ortografía pero, como para tratar de entender la escena que había presenciado, le dije:
—Te vi dando clases. Vi que tratabas de manejar un lenguaje más cercano a los chicos, con palabras que ellos conocen. ¿Se trata de alguna corriente pedagógica nueva, o algo así?
Me puso cara de no entender.
—Te la hago corta. No entiendo una verga de Biología. Tomé las horas porque presenté un certificado trucho de materias aprobadas. Era de un conocido que dejó la carrera. Fue lo único que conseguí, viste. Si hubiera sido de Literatura, podría chamuyar algo mejor. Es lo que hay...
Y sin que le ofreciera me manoteó una galletita del paquete.
Así lo conocí al Concha. Malhablado, impresentable, necesitado de salvarse apelando a los ardides más insólitos. También, y quizás por todo esto, cautivante.
Pensé que, en esas condiciones, no duraría mucho en el puesto. Tarde o temprano iban a saltar las irregularidades, si es que antes no lo hacían los padres de los alumnos.
Y en verdad no duró. Pero no por esas razones.

2 comentarios:

Aioria90 Germán Cappio dijo...

Muy bueno, quisiera saber más de las peripecias del Concha!

Unknown dijo...

Y hay más, todavía, Aioria90!! Abrazo