viernes, 20 de abril de 2012

Capítulo III


Acerca de una incursión del Concha en el Bafici y de un altercado digno de ser referido

No me pregunten por qué, pero esa tarde, después del colegio, lo llamé. Pedí el teléfono del Concha en Secretaría, diciendo que necesitaba conversar con el nuevo profesor de Biología algunos contenidos transversales. Me pasaron el fijo, porque no dejó celular.
—¿Hola?
—Hola ¿Concha? —dije, incapaz de identificar la voz a causa del sonido de fondo­.
—Pará un poco.
Los ruidos cesaron.
—¿Quién habla?
—Soy Eduardo, Concha. El profesor de literatura del Montal.
—Ah, qué hacés.
—¿Estabas ocupado?
—No. Estaba mirando minas en bolas en Poringa.
Me disculpé.
—Todo bien, Eduardo. Qué cagada hoy, ¿eh? Ja!
Era evidente que se le había pasado la angustia de la tarde.
—Un mal momento, a cualquiera le puede pasar —le dije.
—Sobre todo si comés picante. Anoche pedí fideos a un chino cerca de casa. Me parece que eso fue lo que me detonó...
Conversamos algo acerca de la comida oriental. Después, como acordándose, me dijo:
—Che, hablando del pedo de hoy: me olvidé el calzoncillo en el colegio.
—Sí, nos dimos cuenta. La portera lo tiró a la basura. Creyeron que era una broma de los pibes...
Nos reímos un poco.
—Eduardo, ¿te gusta el cine?
—Sí, de vez en cuando voy.
—Mirá, tengo un par de entradas para el Bazofia.
—¿Eh?
—El festival de cine de mierda ese que se hace en Buenos Aires.
—El Bafici...
—Para las porongas que pasan, le va mejor el nombre que le puse yo. Una vieja a la que le hago masajes me pasó dos entradas para ver una película que se llama Oleaje.
—¿Das masajes?
—Un curro que tengo, viste. Le franeleo un poco las gomas a una vieja de guita de Recoleta, le digo que es Reiki que aprendí de un gurú de Tailandia y me larga unos mangos. Cuestión de ir tirando...
Y agregó:
—Eso sí: no me la cojo ni en pedo. Tenés que tenerle bronca a la pija para mandarla adentro de esa cueva. No sabés lo que es la argolla... Toda estropeada, como si le hubieran mandado un caño de PVC. La tiene abierta como...
—Para, Concha —lo interrumpí—. No quiero saber. ¿Cómo es el tema de la película?
—Ah, sí. Es hoy a la noche, a las ocho. Si estás libre, vamos.
Después de que mi mujer me abandonara por un sujeto que conoció en un chat, me replegué de la vida social. Con apenas dos amigos —que tal vez ni siquiera me consideran del mismo modo—, me fui acostumbrando a una vida más o menos solitaria. Por esto y por la curiosidad que me había despertado la naturaleza insólita del Concha, no me costó aceptar la invitación.
Nos encontramos en la puerta del cine a la hora convenida. El aliento a vino barato que traía delataba que estaba medio picado.
No sé si el Concha poseía, más allá de una idea vaga, una noción acabada de lo que podríamos llegar a presenciar. Yo, por el contrario, iba prevenido sobre los delirios y provocaciones de pretendidos artistas del nuevo cine.
Ocupamos un par de asientos en la mitad de la sala. A los pocos minutos, se apagaron las luces y comenzó la película. Casi en el acto entendí de qué se trataba: Oleaje era un film experimental en que, durante setenta y cinco minutos, el director nos iba a deleitar con las imágenes de una cámara fija en una playa desierta.
Me inquieté. Estaba con un tipo al que apenas conocía, pero me sobraban razones para temer una reacción incivil.
—¿Qué mierda es esto, Eduardo? ¿Cuándo empieza?
Desde el fondo nos llegó un chistido. El Concha se dio vuelta y le lanzó:
—¿Qué te pasa, pelotudo? ¿Tenés miedo de distraerte y no entender la trama?
—Pará, Concha ­—intervine—. Si te parece, nos vamos.
—No, vamos a ver qué pasa. Mirá: ahí hay una gaviota que se empezó a comer un pescado podrido. Debe de ser la actriz principal...
Mi nerviosismo fue en aumento. Cada segundo de la película, con su monotonía absurda, me cargaba de ansiedad. El Concha era una bomba de tiempo que resoplaba al lado mío. Insistí:
—Vamos, dale. No va a pasar nada en todo el film.
Un hombre obeso que se había acomodado unas filas adelante se dio vuelta para pedir silencio. Cuando se volvió, el Concha, en el anonimato de la sala, imitó los gruñidos de un chancho.
—Vamos —le dije poniéndome de pie.
Antes de abandonar la sala, el Concha gritó:
—¡Gordo puto, te espero afuera, así me contás el final!
Todos los espectadores se dieron vuelta, y el gordo se levantó. Riéndose a carcajadas, el Concha salió corriendo. No me quedó más remedio que seguirlo, apurando el paso.
Ya en la calle, lo increpé por la situación.
—Tranquilo, loco, tranquilo —me dijo—. Vamos a tomar algo, así te relajás. De paso te cuento mi teoría acerca de los gordos.
Evidentemente, poseo una personalidad demasiado endeble, porque lo seguí.

6 comentarios:

Nicolás Aimetti dijo...

Muy grosso, che! Estaremos esperando las nuevas aventuras.

Silvana dijo...

Buenísimo!

Unknown dijo...

Gracias, Nicolás. Ya me paso por tu blog!

Alito dijo...

¡Muy bueno profe! De verdad que me causa gracia, no sé por qué pero cuando habla Eduardo mi mente automáticamente me tira su voz jajaja luego voy a ponerme en campaña y voy a subir un fragmento del texto de mi novela, a ver qué le parece.
Voy a seguir leyendo su bló'... ya veo la relación homosexual entre Eduardo y el don Concha.

Unknown dijo...

Todo bien con lo que decís, menos con la última oración. La llega a leer el Concha, y se muere...

loolapalooza dijo...

no puedo parar de reirme...