Que trata de la asistencia del Concha al Congreso Internacional de
Letras y de otras anécdotas dignas de ser referidas en esta infame historia (segunda
parte)
Mi exposición acusó el
nerviosismo con el que cargaba. Me trabé un par de veces, perdí el hilo de lo
que estaba diciendo pero, en líneas generales, salió bien.
Quizás el momento de
mayor tensión lo pasé cuando vi que el Concha, acompañado de Carol, entraba en
el aula. Temía algún tipo de intervención de su parte en el momento en que se
abriera el debate, algo que me hiciera quedar mal adelante de mis colegas. Me
tranquilicé algo al recordar que había manifestado tener intención de concurrir
a la mesa de Katchadjian.
Sin embargo, cuando terminé
de exponer sobre Lukács y Lessing, el Concha –movido por algún impulso
inocente– se puso de pie:
—¡Bravo! ¡Bravo!
—decía, mientras aplaudía con fervor, incitando a las no más de diez o doce
personas que nos escuchaban a seguirlo en el gesto.
Algunos se dieron
vuelta y lo miraron. Aplaudieron, pero no con la efusividad que lo estaba
haciendo el Concha, quien seguramente pensaba que me estaba dando una mano en
un concurso cuyo éxito se podía medir por los aplausos.
Hubo algunas sonrisas
entre las pocas personas que estaban en la mesa, pero creo que eran sobre todo
a causa del cierre bajo del pantalón.
—¿Lo conocés? —me
preguntó por lo bajo un colega de la mesa al ver que yo hacía gestos de
moderación al Concha.
—Eh... sí, sí. Algo así
Después de esto, Carol
y el Concha salieron hacia la mesa de Katchadjian, que tendría lugar en una de
las aulas grandes del tercer piso.
De acuerdo con las
previsiones, la sala estaba repleta. Repasé el programa y vi que entre
los panelistas había gente más o menos conocida del ámbito literario
contemporáneo.
Logré entrar al aula,
pero terminé agolpado entre la muchedumbre en uno de los laterales de la mesa.
Miré hacia el lado de las butacas: un par de brazos abiertos me hacían señas.
Me escondí un poco detrás de una cabeza y le levanté el pulgar, como para que el
Concha dejara de llamar la atención. Me respondió con el pulgar, se sonrió y se
acomodó para seguir escuchando.
El que estaba hablando
era nada más y nada menos que Katchadjian. Yo no tenía referencias de él más
que por la demanda que le había iniciado María Kodama por plagio –algo
relacionado con “El aleph”– y ese video que está en Youtube donde este joven
escritor lee fragmentos de su obra El
Martín Fierro ordenado alfabéticamente. Mis gustos, estrictamente clásicos
en lo que refiere a cuestiones estéticas, me impiden hacer una valoración de su
producción. Sé, de todas maneras, que cuenta con un más o menos amplio grupo de
celebrantes.
Veía a Katchadjian de
costado, por mi ubicación. El Concha
seguía con atención la intervención de ese extraño joven de bigotes amplios
que, para concluir, se permitió leer la letra “A” de su obra.
Después de unos
aplausos, el que dirigía la mesa abrió la ronda de preguntas.
El Concha levantó la
mano y se puso de pie. La bragueta seguía abierta con descaro. Iba a haber
espectáculo, estaba seguro. Miré rápido una vía de escape, por si al Concha se
le ocurría vincularme con lo que estaba por hacer.
—Mi pregunta es para...
—no se acordaba el nombre, y se puso a revisar en el programa arrugado que
tenía en la mano— acá está: el señor Karadagián.
Hubo algunas risas,
pero el interpelado corrigió con gracia:
—Se equivocó de
armenio...
—¿Eh? En fin, la
pregunta es para usted. En primer lugar, lo felicito por el tremendo trabajo de
ordenar alfabéticamente el Martín Fierro
verso por verso. No lo pude leer todavía, pero me imagino lo que debe de haber
sido el proceso de buscar todas las líneas que empiezan con “A”, después todos
los que empiezan con “B”...
Pese a lo poco que lo
conocía al Concha, me daba cuenta de que no lo estaba cargando. Algo se le
había despertado con la obra de este autor, algo distinto de la burla.
Sus palabras, pese a
que habían sido pronunciadas con seriedad, despertaron algunas risas. Antes de
dejarlo seguir, Katchadjian respondió:
—Mirá, en realidad
cargué todo en el Excel y una tecla hizo todo el trabajo...
La gente de la mesa y
varios de los que estaban en primera fila estallaron en risas de aprobación. Tenía
el autor, efectivamente, sus festejantes. El Concha, por su parte, recibió la
respuesta con la expresión de alguien maravillado por la técnica. Era evidente
que no tenía idea de lo que era el Excel.
—Genia, genial —dijo,
todavía de pie—. Te hago dos preguntas más: ¿tenés pensado ordenar alguna otra
obra más, o te plantás acá?
Los festejantes rieron,
preparando el terreno para la respuesta:
—No, me planto —dijo Katchadjian—.
Tal vez vos quieras ordenar alguna...
El coro sin corifeo
volvió a reír a carcajadas. Cuando bajó un poco el bochinche, el Concha dijo:
—Exacto. Por eso mi
segunda pregunta es sobre si se vende bien la obra, si tiene salida...
La escena duró apenas
un poco más. El que dirigía la mesa desestimó la pregunta y pasó a otras
intervenciones. El Concha, satisfecho, se levantó y salió. Por lo visto, Carol
había decidido permanecer un rato más en la sala.
Yo lo esperaba afuera
del aula. Me sentía molesto por el modo en que la gente se había burlado del
Concha. Me sentía molesto pese a todo: pese a que el Concha era una máquina de
burlarse de lo demás, pese a que podía ser hiriente, pese a que sus ideas no eran
políticamente correctas, sino todo lo contrario; pese a todo, decía, me sentía
molesto. El de esa gente y el del Concha eran modos muy distintos de pararse
ante el mundo. El Concha podía ser disculpado como un niño; el resto, no.
—No les prestes
atención, Concha, a todos esos
—¿Eh? ¿Por qué lo
decís?
—Por las burlas, por
eso...
—Pero, Eduardo ¿no
entendés? Todos esos que están ahí adentro, desde el más alto al más bajito, me
pueden chupar bien chupada la verga, desde la punta hasta los huevos. Pueden hacer
fila y mamármela hasta que me salgan callos en el tronco. A mí, lo único que me
interesa de todo esto es ver si puedo hacer algo de guita... Fijate: te dejás
un bigote extravagante, cargás un poema en un programa, le das enter, y en poco
tiempo te llenás de giles que te van a escuchar y te aplauden en un aula que revienta de gente. Tal vez tenés que tener cuidado con algún que otro juicio, porque
algo de eso dijo Chantagián, pero nada más. ¿No es genial?
El Concha me hizo reír.
Su inocencia me llegó con la fuerza de la catarsis. Era inmune al escarnio
público, y yo admiraba eso de él. De algún modo, nos íbamos haciendo amigos.
3 comentarios:
Cada vez mejor, en serio. Buenísimo, amigo.
Los post anteriores no me convencían del todo, me hacían reír pero también me hacían acordar demasiado a El Bananero (http://www.elbananero.com/). Este episodio, en cambio, me resultó muy sincero y demoledor con ciertos sectores que se van a la mierda de lo snob... para mí también fue catártico el comentario del Concha.
que buena historia...
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