domingo, 10 de junio de 2012

Capítulo IX


Que trata de la asistencia del Concha al Congreso Internacional de Letras y de otras anécdotas dignas de ser referidas en esta infame historia (segunda parte)

Mi exposición acusó el nerviosismo con el que cargaba. Me trabé un par de veces, perdí el hilo de lo que estaba diciendo pero, en líneas generales, salió bien.
Quizás el momento de mayor tensión lo pasé cuando vi que el Concha, acompañado de Carol, entraba en el aula. Temía algún tipo de intervención de su parte en el momento en que se abriera el debate, algo que me hiciera quedar mal adelante de mis colegas. Me tranquilicé algo al recordar que había manifestado tener intención de concurrir a la mesa de Katchadjian.
Sin embargo, cuando terminé de exponer sobre Lukács y Lessing, el Concha –movido por algún impulso inocente– se puso de pie:
—¡Bravo! ¡Bravo! —decía, mientras aplaudía con fervor, incitando a las no más de diez o doce personas que nos escuchaban a seguirlo en el gesto.
Algunos se dieron vuelta y lo miraron. Aplaudieron, pero no con la efusividad que lo estaba haciendo el Concha, quien seguramente pensaba que me estaba dando una mano en un concurso cuyo éxito se podía medir por los aplausos.
Hubo algunas sonrisas entre las pocas personas que estaban en la mesa, pero creo que eran sobre todo a causa del cierre bajo del pantalón.
—¿Lo conocés? —me preguntó por lo bajo un colega de la mesa al ver que yo hacía gestos de moderación al Concha.
—Eh... sí, sí. Algo así
Después de esto, Carol y el Concha salieron hacia la mesa de Katchadjian, que tendría lugar en una de las aulas grandes del tercer piso.
De acuerdo con las previsiones, la sala estaba repleta. Repasé el programa y vi que entre los panelistas había gente más o menos conocida del ámbito literario contemporáneo.
Logré entrar al aula, pero terminé agolpado entre la muchedumbre en uno de los laterales de la mesa. Miré hacia el lado de las butacas: un par de brazos abiertos me hacían señas. Me escondí un poco detrás de una cabeza y le levanté el pulgar, como para que el Concha dejara de llamar la atención. Me respondió con el pulgar, se sonrió y se acomodó para seguir escuchando.
El que estaba hablando era nada más y nada menos que Katchadjian. Yo no tenía referencias de él más que por la demanda que le había iniciado María Kodama por plagio –algo relacionado con “El aleph”– y ese video que está en Youtube donde este joven escritor lee fragmentos de su obra El Martín Fierro ordenado alfabéticamente. Mis gustos, estrictamente clásicos en lo que refiere a cuestiones estéticas, me impiden hacer una valoración de su producción. Sé, de todas maneras, que cuenta con un más o menos amplio grupo de celebrantes.
Veía a Katchadjian de costado, por mi ubicación. El  Concha seguía con atención la intervención de ese extraño joven de bigotes amplios que, para concluir, se permitió leer la letra “A” de su obra.
Después de unos aplausos, el que dirigía la mesa abrió la ronda de preguntas.
El Concha levantó la mano y se puso de pie. La bragueta seguía abierta con descaro. Iba a haber espectáculo, estaba seguro. Miré rápido una vía de escape, por si al Concha se le ocurría vincularme con lo que estaba por hacer.
—Mi pregunta es para... —no se acordaba el nombre, y se puso a revisar en el programa arrugado que tenía en la mano— acá está: el señor Karadagián.
Hubo algunas risas, pero el interpelado corrigió con gracia:
—Se equivocó de armenio...
—¿Eh? En fin, la pregunta es para usted. En primer lugar, lo felicito por el tremendo trabajo de ordenar alfabéticamente el Martín Fierro verso por verso. No lo pude leer todavía, pero me imagino lo que debe de haber sido el proceso de buscar todas las líneas que empiezan con “A”, después todos los que empiezan con “B”...
Pese a lo poco que lo conocía al Concha, me daba cuenta de que no lo estaba cargando. Algo se le había despertado con la obra de este autor, algo distinto de la burla.
Sus palabras, pese a que habían sido pronunciadas con seriedad, despertaron algunas risas. Antes de dejarlo seguir, Katchadjian respondió:
—Mirá, en realidad cargué todo en el Excel y una tecla hizo todo el trabajo...
La gente de la mesa y varios de los que estaban en primera fila estallaron en risas de aprobación. Tenía el autor, efectivamente, sus festejantes. El Concha, por su parte, recibió la respuesta con la expresión de alguien maravillado por la técnica. Era evidente que no tenía idea de lo que era el Excel.
—Genia, genial —dijo, todavía de pie—. Te hago dos preguntas más: ¿tenés pensado ordenar alguna otra obra más, o te plantás acá?
Los festejantes rieron, preparando el terreno para la respuesta:
—No, me planto —dijo Katchadjian—. Tal vez vos quieras ordenar alguna...
El coro sin corifeo volvió a reír a carcajadas. Cuando bajó un poco el bochinche, el Concha dijo:
—Exacto. Por eso mi segunda pregunta es sobre si se vende bien la obra, si tiene salida...
La escena duró apenas un poco más. El que dirigía la mesa desestimó la pregunta y pasó a otras intervenciones. El Concha, satisfecho, se levantó y salió. Por lo visto, Carol había decidido permanecer un rato más en la sala. 
Yo lo esperaba afuera del aula. Me sentía molesto por el modo en que la gente se había burlado del Concha. Me sentía molesto pese a todo: pese a que el Concha era una máquina de burlarse de lo demás, pese a que podía ser hiriente, pese a que sus ideas no eran políticamente correctas, sino todo lo contrario; pese a todo, decía, me sentía molesto. El de esa gente y el del Concha eran modos muy distintos de pararse ante el mundo. El Concha podía ser disculpado como un niño; el resto, no.
—No les prestes atención, Concha, a todos esos
—¿Eh? ¿Por qué lo decís?
—Por las burlas, por eso...
—Pero, Eduardo ¿no entendés? Todos esos que están ahí adentro, desde el más alto al más bajito, me pueden chupar bien chupada la verga, desde la punta hasta los huevos. Pueden hacer fila y mamármela hasta que me salgan callos en el tronco. A mí, lo único que me interesa de todo esto es ver si puedo hacer algo de guita... Fijate: te dejás un bigote extravagante, cargás un poema en un programa, le das enter, y en poco tiempo te llenás de giles que te van a escuchar y te aplauden en un aula que revienta de gente. Tal vez tenés que tener cuidado con algún que otro juicio, porque algo de eso dijo Chantagián, pero nada más. ¿No es genial?
El Concha me hizo reír. Su inocencia me llegó con la fuerza de la catarsis. Era inmune al escarnio público, y yo admiraba eso de él. De algún modo, nos íbamos haciendo amigos.

3 comentarios:

Silvana dijo...

Cada vez mejor, en serio. Buenísimo, amigo.

Anónimo dijo...

Los post anteriores no me convencían del todo, me hacían reír pero también me hacían acordar demasiado a El Bananero (http://www.elbananero.com/). Este episodio, en cambio, me resultó muy sincero y demoledor con ciertos sectores que se van a la mierda de lo snob... para mí también fue catártico el comentario del Concha.

loolapalooza dijo...

que buena historia...